—
¡El
cambio es ahora! ¡El momento ha llegado! ¡Salgan de las sombras!
Gemelos, trillizos, cuatrillizos y los más numerosos… ¡NUESTROS
HERMANOS NO SON NUESTROS ESCLAVOS! ¡NO! ¡MÁS! ¡SOMBRAS!
El
orador era un político de alto rango. Un hombre gordo, con anillos
de oro y piedras preciosas en cada dedo. Su rostro estaba surcado por
las arrugas que delatan a un mentiroso. Su cabello grasiento atado en
una coleta de caballo. Tenía un saco azul con delgadas líneas
grises y un pantalón de tela del mismo color. Una corbata roja como
la sangre. Zapato negro cerrado, tan pulido que casi podía ver mi
rostro reflejado en ellos. Él estaba parado en una plataforma, mis
ojos estaban a la altura de sus zapatos.
Yo
era su jefa de seguridad, dirigía un grupo de dieciséis
guardaespaldas, compuesto en su totalidad por sombras, hermanos
secundarios que habíamos perdido a nuestro hermano primogénito.
Mi
vida cambio con la muerte de mi hermana, un año antes de convertirme
en líder de dicho grupo de parias. Éramos gemelas. Eva nació unos
minutos antes, por lo que se le otorgaron los privilegios de hija
única. El estado se hizo cargo de su salud, educación y bienestar.
Yo me convertí en su sombra y esclava: debía vivir para obedecerla
y servirla.
Hace
trescientos años que la reproducción humana está siendo controlada
con los derechos de ciudadanía. Fue una medida necesaria. En cada
parto nacían al menos dos bebes, cuando no tres, cuatro o incluso
doce. Al ser nombrado ciudadano sólo el hijo mayor, el estado se
libró de tener que velar por el bienestar de más de la mitad de la
población. Los hijos de sobra eran responsabilidad de cada familia.
Pronto se les llamó sombras. Se convirtieron en esclavos a los que
apenas se les daba de comer mientras fueran útiles. Una sombra sin
protección, podía ser asesinada por cualquier ciudadano. Porque
éramos menos que animales, ni siquiera teníamos una Sociedad
Protectora de Sombras ni nada por el estilo.
Mis
padres se encargaron de mi mantenimiento cuando niña. No me dieron
ningún nombre, se referían a mí como “oye
tú”.
Cuando Eva se fue de la casa y consiguió un empleo como policía,
fue ella quien se encargó de mí. A falta de un nombre real, Eva me
llamaba “hermana
querida”.
Estaba
tan acostumbrada a seguir la presencia de Eva que cuando murió no
supe por qué vivir. En los primeros tiempos de la medida, cuando el
primogénito moría, junto a su cuerpo momificado eran enterradas sus
sombras, aún con vida. Esa tradición fue abolida y el mundo se
llenó de vagabundos que podían sufrir cualquier acto ignominioso
por parte de un ciudadano. Para algunas sombras morir con el
primogénito es preferible a una vida de sufrimientos sin propósitos.
Erré
de un lado a otro durante cuatro meses, evitando que me mataran,
luchando con los perros y otros vagabundos para comer el contenido de
la basura. Un día me abordaron unas sombras que no eran como las
demás. No se lamentaban por la muerte de su primogénito ni se
escondían como ratas en cuanto alguien se acercaba a ellos.
Se
llamaban a sí mismas revolucionarias.
Me
hablaron sobre Jacob y Esaú. Esaú sacó primero un pie del vientre
de su madre y como era la costumbre se le ató un hilo rojo en el
tobillo para identificarlo como el mayor. El pie de Esaú volvió a
entrar y fue Jacob quien salió primero de cuerpo entero. Los padres
decidieron que a pesar de todo era Esaú quien merecía la
primogenitura y así lo registraron en su tierra natal. El niño
Jacob resulto ser tan indómito como un potro salvaje, se negó a
servir a su hermano que por otro lado era un bobo grande. Jacob
escapó de casa en cuanto pudo y se hizo avalar como ciudadano en
otros países. Este ha sido un hecho polémico que ha dividido
naciones y ha provocado guerras en varias ocasiones. Los jacobitas
alegan que el hermano con la fuerza para nacer primero es quien se
gana la primogenitura, mientras que los otros alegaban que el primero
en tocar la línea de llegada era el vencedor. Me disculpo si me
expreso de un modo rudo, viví con Eva durante veintisiete años y
ella era tan grosera como un mecánico, así lo decía ella.
Los
revolucionarios me preguntaron mi opinión con respecto a la historia
de Jacob y Esaú. Les dije la verdad: que no tenía ninguna opinión.
Ellos
me sacaron de las calles. Querían que me uniera a su causa porque
con mi entrenamiento como policía podría pertenecer al personal de
seguridad. Los seguí, no porque creyera en ellos, sino porque
necesitaba comer.
Participé
en varias operaciones de vigilancia. Al principio sólo conducía los
coches. Pronto mi puntería con la pistola y mi sexto sentido para el
peligro, me hicieron ascender dentro de la organización. Gracias al
entrenamiento que hicimos juntas pude alcanzar esos méritos: pocos
primogénitos le permitían a sus sombras tener su misma educación o
trabajo.
“Tienes
que ser incluso mejor policía que yo”
rezaba Eva en mis oídos por lo menos una vez al día cuando vivía,
“porque
si tú estás cubriendome las espaldas puedo estar tranquila”.
Recordar las palabras de mi hermana me alegraba.
Ascender
en el trabajo me entretenía, no tenía más que hacer. No era la
misma felicidad que me embargaba cuando Eva me pedía que durmiera
con ella en su cama porque le tenía miedo a la oscuridad, ni cuando
ella insultaba o golpeaba a sus compañeros que se comportaban
groseros conmigo.
Me
convertí en jefa de seguridad. Se me honró llevándome a conocer a
los líderes de la revolución. La boca visible y parlante era el
político Dionisio, defensor ferviente de las sombras en el congreso.
Su proyecto de ley para que se le otorgaran derechos de ciudadanos a
las sombras había sido rechazado tres veces. Ahora Dionisio era
candidato para la presidencia. Los cuestionarios indicaban que tenía
una ligera ventaja sobre su oponente tradicionalista. Si Dionisio era
elegido presidente, era porque las personas estaban de acuerdo con su
pensamiento y en ese caso era posible que la vida de las sombras
cambiara radicalmente. No para mí: el amor de mi hermana nunca
podría recuperarlo.
Dionisio
no era más que la boca. Los verdaderos líderes de la revolución
eran sus dos hermanos. Ellos eran los cerebros detrás del éxito en
la carrera política de Dionisio. No me enteraba de ninguna acción
ilegal, pero como Eva decía, “Ni
la peor de las putas es más sucia que el mejor de los políticos”.
Los ojos de los dos hermanos brillaban con ambiciosa satisfacción
cada vez que su hermano despotricaba en público a favor de las
sombras o cuando recibían un informe positivo. Me tenían sin
cuidado las maquinaciones de los trillizos mientras no rompieran la
ley de manera evidente. Los instintos policiacos de Eva seguían
viviendo a través de mí y no iba a comer de una olla podrida,
prefería morirme de hambre. Así se los dejé en claro más de una
vez. Se cuidaron de caminar derechito delante de mí.
—
¡NI UN DÍA MÁS! ¡NO MÁS ESCLAVITUD! ¡NUESTROS HERMANOS NO SON
NUESTROS ESCLAVOS!
Dionisio
había llegado al paroxismo de los políticos para arengar a las
multitudes. Detrás de él, sus hermanos con ojos de rata hambrienta
eran televisados a nivel nacional. Estábamos en una plaza
concurrida, la jornada electoral estaba a punto de terminar sin
incidentes cuando vi llegar al capitán de policía con una veintena
de hombres. Le hice una seña a mi escuadrón de sombras para que los
dejaran pasar.
—
¿Sucede algo capitán? Soy la jefa de seguridad del señor Dionisio.
El
capitán me reconoció como la sombra de Eva y me saludó con un
gesto de cabeza muy común entre los policías. Me sentí satisfecha
de que aún recordará a mi hermana.
—Vengo
con una orden de arresto para el candidato Dionisio y sus hermanos.
Necesito que los tres me acompañen a la estación.
La
noticia no me sorprendió. Me hice a un lado para dejarlos proceder.
A Dionisio se le desencajó la mandíbula, sus hermanos comenzaron a
sudar al instante pero no se quedaron quietos. Uno de ellos se acercó
a mí y el otro le murmuró a Dionisio que era lo que debía hacer.
—
¿Bajo qué cargos se me arresta a mí y a mis hermanos? —Preguntó
Dionisio en el micrófono—. ¡ESTO ES UN ULTRAJE! ¡QUIEREN
SILENCIARME! ¡PERSECUCIÓN POLÍTICA!
El
hermano que llegó hasta a mí me ordenó que repeliera a la policía.
—No
voy a hacerlo —le respondí sencillamente. La mirada atónita del
trillizo fue reconfortante para mí.
El
capitán llegó hasta Dionisio y le puso las esposas. Dionisio siguió
resistiéndose de acuerdo a las indicaciones de su hermano. Por eso
fue que, cuando el capitán leyó los cargos, el micrófono captó
sus palabras. El capitán no lo hizo a propósito, era un hombre
correcto e intachable. No se regodearía en un arresto ni en provocar
un ataque contra otra persona, ni siquiera si es un criminal y merece
la pena de muerte. Fue por culpa del mismo Dionisio y sus hermanos
que las palabras del capitán retumbaron en la plaza para que las
oyera la multitud e hicieran eco en mis oídos.
—Candidato
Dionisio, usted y sus hermanos quedan arrestados bajo la acusación
de conspiración para frenar una investigación en su contra y
del homicidio de un miembro de la policía. Pueden guardar silencio. Todo
lo que digan puede y será usado en…
El
dolor explotó dentro de mí y coincidió con el caos que se produjo
en el exterior. No fue porque uno de los hermanos salió corriendo
para evitar el arresto. No fue porque el otro hermano dio la orden a
las sombras de que abrieran fuego contra la policía. No fue porque
Dionisio le diera un empujón al capitán e intentará arrebatarle el
arma.
No.
Disparé
porque pensé que ellos habían matado a mi hermana.
Dejé
malherido a Dionisio y maté a sus hermanos. Las otras sombras
dejaron de disparar: entregaron sus armas en cuanto vieron mi
justicia. No recuerdo con claridad los hechos después de eso. La
policía arrestó a Dionisio y sus hombres. Me quitaron mi arma y me
llevaron a la estación. No me encerraron en una celda, me
mantuvieron en el despacho que perteneció a Eva.
El capitán me dio
las gracias y los compañeros de mi hermana me felicitaron dandome
golpecitos en la espalda. Yo les sonreí con gratitud; por dentro
seguía llorando la perdida de mi ser más querido.
Con
mis declaraciones les di todos los nombres que pude. Con el buen
trabajo de la policía se pudo desmantelar la red revolucionaria de
los trillizos. Dionisio fue condenado a cadena perpetua por
conspiración, homicidio, terrorismo y extorsión. Ninguno de sus
crimenes tuvo que ver con la muerte de mi hermana.
Fui
condecorada con derechos de ciudadanía y se me otorgó el rango de
teniente dentro de la fuerza policial. Al principio quise rechazar
dichos favores, El capitán insistió. “Ella
estaría orgullosa de ti”
aseguró él. Pensar en Eva fue lo que me convenció.
Las
discusiones sobre hermanos y derechos de primogenitura aún
persisten. Yo me limitó a vivir la ajena vida de mi hermana. No
necesito más para ser feliz. Lamento no tener quien me llame hermana
querida.
Mi
consuelo es que ahora, a donde quiera que voy, me llaman Eva. A
algunos les pareció extraña mi petición de nombre, una pequeña
excentricidad dijeron. No me importa. Mi hermana ha regresado del
olvido de la muerte.
Fue
su mano la que obtuvo justicia.
Es
su nombre el que será recordado como el de una heroína.
Mientras
la recuerdan, Eva Thompson nunca morirá.
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