El
cepillo
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Mordecai
se enfrentó al fenómeno del cepillo sucio y desconocido, entrando
en un estado de negación. Pretendió no verlo. Cogió su propio
cepillo para limpiarse los dientes. Pasó la escobilla de arriba
abajo. Estoy
más dormido de lo que pensé,
se dijo, no
estoy viendo un cepillo ajeno en mi tocador.
Usó el hilo dental, se enjuagó y se metió al baño para ducharse
sin demora; iba algo retrasado para el trabajo. Mordecai era celador
en una escuela y se suponía que debía estar allí antes que nadie.
En cuarenta años de trabajo no había llegado tarde ni una vez.
Es
por la edad; me cuesta conciliar el sueño. No pude dormir hasta las
cuatro de la mañana, no he dormido ni una hora. Por eso es que veo
cosas.
Se
secó y vistió en el baño, como era su costumbre desde niño. Vivía
sin compañía en una casa pequeña, sin embargo se había acostumbrado a
vestirse en el baño desde que era un niño y compartía habitación
con tres hermanos mayores y crueles. El primogénito, de veinte años,
fue acusado de violar a una niña de cinco años. Cuando sus padres
le preguntaron si su hermano lo había tocado allá abajo, Mordecai
respondió que sí.
Les
mintió porque era un niño de ocho años que estaba cansado de los
golpes de su hermano grandulón. Nunca creyó que su hermano le
hubiera hecho daño a esa niña, y tampoco se arrepintió de que le
aumentaran la pena por su testimonio. Al fin y al cabo, sí juzgaba
que su hermano era una persona violenta que, tarde o temprano, le
haría un daño irreparable a alguien: a Mordecai.
Embetunando
los zapatos en la sala fue cuando volvió a ver el cepillo sucio, tan
diferente al suyo: un desastre de pelo gris y manchas marrones. El
cepillo de Mordecai estaba en su lugar, en el tocador, pero este
extraño y feo receptáculo de caries estaba sobre su mesa, al lado
de la escobilla para relucir el betún. Sigo
viendo cosas,
repitió Mordecai, es
porque no he desayunado.
Por eso interrumpió el ritual por primera vez en cuarenta años y se
fue a preparar el desayuno sin lustrar los zapatos. Bebió una taza
de café y comió un buñuelo. A Mordecai no le gustaba acumular la losa en el fregadero porque luego lo invadía una pereza
invencible, era más sencillo lavar lo usado en cada comida.
Contra
su costumbre, dejó el vaso sin lavar, porque en lugar de la esponja
lavavajillas, estaba el cepillo sucio, tan innegable como las
convulsiones de sus manos que lo hicieron renunciar al uso de
cordones cinco años atrás y comprar únicamente zapato cerrado.
Mordecai regresó a la sala y ni siquiera encontró la escobilla que,
estaba seguro, había depositado sobre el betún. En su lugar, estaba
el cepillo sucio.
Al
cabo de media hora contemplándolo, luchó contra el miedo y analizó
el objeto de sus alucinaciones. El mango del cepillo era rojo, y
tenía manchas de sangre seca; los pelos de su cabeza tenían el
mismo tinte. Cuando una alarma se encendió en la mente de Mordecai
para hacerle recordar su obligación como celador, la ignoró olímpicamente y
optó por sostener el cepillo entre sus dedos. Lo sostuvo con
tembleque firmeza, por culpa del Parkinson y el monstruoso recuerdo
que se abría paso desde los rincones más secretos de su alma. Lanzó
el cepillo al otro lado de la sala donde se estrelló contra la pantalla
del televisor.
Mordecai
se encerró en su dormitorio llorando, ocultando su cara en la
almohada como cuando era niño. Debajo de la almohada, como un
tenebroso pago del hada de los dientes, volvió a encontrar el
cepillo. Quitó la traba de la puerta, botó la almohada, las
sabanas, el colchón, las tablas y hasta empeñó sus fuerzas en el
arduo trabajo de levantar el esqueleto armado de la cama y dejarlo
caer en la sala, cómo si se tratara de un cadáver repugnante. Se
encerró de nuevo y se quedó de pie en la habitación, parado en la
esquina, atentó al menor movimiento. Al cabo de unos minutos se
relajó. Sin darse cuenta, pasó una mano sobre el bolsillo,
topándose al tacto con el bulto del palo delgado y su diminuta
cabeza espeluznante.
El
celador se despojó sin ceremonia de su uniforme y lo arrojó a la
sala. Desnudo, fue removiendo cada objeto de la habitación, sin
preocuparse de los daños que sufrieran al salir despedidos de su
cuarto.
Mordecai
estaba solo, riendo como loco, triunfante, por haber vencido el
cepillo de su hermano, el que estaba usando el día de que lo
arrestaron, con la boca llena de espuma por la crema dental, jurando
vengarse por la falsa acusación.
Como
el celador se tardó una hora en llegar, la directora de la
institución fue en persona a llamarlo. Estaba preocupada por él,
ningún profesor le pudo sacar la idea de la cabeza: un accidente
grave le había ocurrido al hombre que acumulaba años de cumplida
labor. Estuvo convencida por completo cuando nadie respondió a su
puño estrellándose contra la puerta de la casa. La directora le pidió ayuda a los vecinos para tumbar la puerta. Tardaron un poco en
abrirse paso por la sala que estaba hecha un naufragio doméstico. Lo
llamaron y no respondió.
El
celador fue encontrado desnudo en su dormitorio. No había ningún
objeto en la habitación, excepto un viejo cepillo
de dientes introducido forzosamente por la boca y la garganta, donde
se había atascado y provocado la muerte por asfixia. No se supo si fue un suicidio o un homicidio..
Cuando
el hermano de Mordecai fue a pedir el empleo de su hermano menor, la
directora no vio ningún inconveniente y, de hecho, le pareció
apropiado.
Nota del Autor
Este cuento de terror es otro que rescato de mis viejos archivos. Está inspirado en Stephen King y García Márquez, aunque creo que eso se nota bastante. Hoy no tuve tiempo para escribir un artículo nuevo porque en la mañana estuve en casa de mi abuela paterna haciendo una grabación, terminando el borrador del capítulo 6 de Atardecer, y comiendo demasiado. Cada vez que voy a casa de mis abuelas me dan de comer como si fuera dos personas, por eso no las visito más de una vez por semana.
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