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miércoles, 4 de junio de 2014

El entierro

El entierro

Mondego apareció un Domingo en la mañana, al lado del árbol de ciruelas, donde algunas noches se podía percibir unos destellos dorados. Estaba cavando sin permiso en nuestra propiedad.

Entierro Indio
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Por un tiempo, yo había estado tan convencido de que había un entierro en ese terreno que removí la tierra por una semana sin encontrar nada. No fui el único que lo intentó y fracasó. Mis antepasados tampoco pudieron encontrar nada en cincuenta años de poseer esa finca maldita, desde los tiempos en que el primero que cercara la tierra se apropiaba de ella; desde esa época se podían ver los fuegos fatuos relacionados con un entierro aborigen.

Mi padre, un bruto enorme y temerario, en cuanto vio a Mondego le preguntó:

—¿Quién carajo es usted? ¿Qué está haciendo en mi finca?

—Soy Mondego, el indio.

No respondió a ninguna otra pregunta. Cuando mi padre le ordenó que se largara, él negó con la cabeza y continuó cavando. Mi padre lo contempló irritado el resto del día, más permaneció callado, sin moverse ni para comer. Su astuta mente de patrón violento parecía intuir que los esfuerzos del indio darían frutos que él podría cosechar.

Me impresionaron de Mondego su tenacidad, sus ojos amarillos, su falta de palabras y de miedo. De hecho, era él quién me atemorizaba. También presentía en sus actos la convicción de quien tenía todo el derecho del mundo a escarbar en la tierra, porque simplemente le pertenecían.

Antes de caer el sol, se escuchó el ruido seco de una cerámica rota: la pala de Mondego había destrozado una vasija de barro. Salí corriendo junto con los peones para ver; el más rápido fue mi padre, que le disparó a Mondego un tiro en la cabeza. Luego mandó a nuestros asustados trabajadores a recoger el cadáver y a enterrarlo por ahí cerca, marcado con una cruz de madera. Determinó que yo le ayudará a sacar la vasija. Esta nos resistió a los dos: era como si algo jalara desde abajo al mismo tiempo que nosotros. Los peones, a pesar del enojo de su patrón, se negaron a tocar el entierro, ni siquiera se acercaron al hoyo, y mi padre tuvo que apelar a amenazas y promesas para convencer a un peón de montar guardia en la noche.


En la mañana, encontramos al peón con machetazos en el pecho y el cuello: Mondego estaba a punto de sacar el entierro. Mi padre tomó el mismo machete ensangrentado que mató al peón, Mondego debió soltar el arma para meterse al hoyo. El indio se mantuvo impávido cuando mi padre lo macheteó hasta matarlo. Mi padre había montado en cólera tan rápido que se demoró en comprender lo imposible: había matado dos veces al mismo hombre.

Cuando busque la mirada de los peones, vi que mis pensamientos se reflejaban en sus rostros oprimidos por el terror. En su indefensa postura, Mondego demostraba lo inútil que era matarlo: su espectro regresaría a la mañana siguiente.

Lo sepultaron de nuevo. Lo señalaron con una cruz de madera, al lado de donde lo habían enterrado en día anterior. Mi padre y yo redoblamos nuestros esfuerzos para desenterrar el tesoro. Fue inútil. A pesar de que Mondego casi lo sacó por sí sólo, nosotros dos no podíamos. Nadie lo dijo, sin embargo en nuestras almas se coló la convicción de que el entierro sólo se entregaría a su legítimo dueño, y su posesión no tenía nada que ver con lo que estuviera escrito en unos papeles.

Mi padre no me permitió que lo acompañara y montó guardia con diez hombres esa noche: los más valiente y sobornados, los últimos que quedaban.

Vieron llegar a Mondego el Martes en la mañana. Mató a dos hombres antes de que mi padre fuera capaz de meterle un tiro en el pecho.

Regresó el Miércoles en la mañana y mató a tres. Completamos nueve cruces: cinco trabajadores, y Mondego, enterrado cuatro veces.

Yo estaba muerto del susto, al igual que mi padre y los peones que salieron huyendo, encomendándose a todos los santos. Le propuse a mi padre pedir ayuda a algún vecino, o escapar al igual que los trabajadores, e incluso le supliqué, abrazado a sus piernas, que al menos me dejara ir a mí. Su respuesta fue que el honor familiar nos impelía, a ambos, a permanecer al lado del palo de ciruelas, cuidando el entierro.

El jueves en la mañana llegó Mondego imperturbable, con sus ojos amarillos y somnolientos, como los de un gato. Mató a mi padre rebanando el cuello con su machete. Yo lo maté, por primera vez, de cinco disparos en el estómago. En la tarde, tras sepultar a mi padre, desenterré las tumbas de Mondego y mi horror me dejó postrado en una especie de locura: en cada tumba de Mondego estaba su cadáver, muerto como debía estar. Con sus ojos fríos de gato, sus alpargatas viejas, su sombrero roto, su machete oxidado y ensangrentado. Repetida cinco veces, la desmentida evidencia de su muerte.

Quise mantener mi guardia por honor, por venganza, por hombría... No pude. No por miedo a morir, sino por el miedo a lo inexplicable, a la presencia innegable del diablo o el mal, pueden llamarlo como quieran. Puse pies en polvorosa y esperé una semana para mandar al ejército con el pretexto de un ataque guerrillero. Los soldados me contaron, porque yo nunca me atreví a regresar, que hallaron las tumbas de nuestros trabajadores y de mi padre al lado del ciruelo. Además de un hoyo vació, el lugar donde estaba el entierro, había cuatro tumbas profanadas, con restos de sangre. Tampoco se encontró al Mondego que en mi fuga yo deje sin enterrar. Acongojado, fui recibido en casa de unos familiares en la ciudad donde, poco a poco, aprendí a fingir que olvidaba.

Años después, visitando la tumba de un amigo, me encontré con cinco tumbas alineadas en fila, en un sector muy exclusivo del cementerio, con enrejado ornamentado y flores exquisitas. Palidecí y por poco me desmayé. Leí en las tumbas, en las cinco, el nombre labrado en piedra y sin explicaciones: Mondego.


No demoré mucho en esta observación. Al correr despavorido me tropecé con Mondego, de traje combinado con sombrero nuevo, y con sus inconfundibles ojos amarillos: igual que un gato con sueño. Me pidió disculpas con cortesía y se dirigió a sus tumbas, sin reconocerme.

Nota del Autor

Un cuento que escribí en la universidad. Inspirado en el realismo mágico y en los años de mi infancia que pasé en una finca. Mondego era el apodo con que mi abuelo paterno era conocido porque descendía de indios.


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