El
entierro
Mondego
apareció un Domingo en la mañana, al lado del árbol de ciruelas,
donde algunas noches se podía percibir unos destellos dorados.
Estaba cavando sin permiso en nuestra propiedad.
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Por
un tiempo, yo había estado tan convencido de que había un entierro
en ese terreno que removí la tierra por una semana sin encontrar
nada. No fui el único que lo intentó y fracasó. Mis antepasados
tampoco pudieron encontrar nada en cincuenta años de poseer esa
finca maldita, desde los tiempos en que el primero que cercara la
tierra se apropiaba de ella; desde esa época se podían ver los fuegos
fatuos relacionados con un entierro aborigen.
Mi
padre, un bruto enorme y temerario, en cuanto vio a Mondego le preguntó:
—¿Quién carajo es usted? ¿Qué está haciendo en mi finca?
—Soy
Mondego, el indio.
No
respondió a ninguna otra pregunta. Cuando mi padre le ordenó que se
largara, él negó con la cabeza y continuó cavando. Mi padre lo
contempló irritado el resto del día, más permaneció callado, sin
moverse ni para comer. Su astuta mente de patrón violento parecía
intuir que los esfuerzos del indio darían frutos que él podría
cosechar.
Me
impresionaron de Mondego su tenacidad, sus ojos amarillos, su
falta de palabras y de miedo. De hecho, era él quién me
atemorizaba. También presentía en sus actos la convicción de quien tenía
todo el derecho del mundo a escarbar en la tierra, porque simplemente le pertenecían.
Antes
de caer el sol, se escuchó el ruido seco de una cerámica rota: la
pala de Mondego había destrozado una vasija de barro. Salí
corriendo junto con los peones para ver; el más rápido fue mi
padre, que le disparó a Mondego un tiro en la cabeza. Luego mandó a
nuestros asustados trabajadores a recoger el cadáver y a enterrarlo
por ahí cerca, marcado con una cruz de madera. Determinó que yo le
ayudará a sacar la vasija. Esta nos resistió a los
dos: era como si algo jalara desde abajo al mismo tiempo que
nosotros. Los peones, a pesar del enojo de su patrón, se negaron a
tocar el entierro, ni siquiera se acercaron al hoyo, y mi padre tuvo
que apelar a amenazas y promesas para convencer a un peón de montar
guardia en la noche.
En
la mañana, encontramos al peón con machetazos en el pecho y el
cuello: Mondego estaba a punto de sacar el entierro. Mi padre tomó
el mismo machete ensangrentado que mató al peón, Mondego debió
soltar el arma para meterse al hoyo. El indio se mantuvo impávido
cuando mi padre lo macheteó hasta matarlo. Mi padre había montado en
cólera tan rápido que se demoró en comprender lo imposible: había
matado dos veces al mismo hombre.
Cuando
busque la mirada de los peones, vi que mis pensamientos se reflejaban
en sus rostros oprimidos por el terror. En su indefensa postura, Mondego
demostraba lo inútil que era matarlo: su espectro regresaría a la
mañana siguiente.
Lo
sepultaron de nuevo. Lo señalaron con una cruz de madera, al lado de
donde lo habían enterrado en día anterior. Mi padre y yo redoblamos
nuestros esfuerzos para desenterrar el tesoro. Fue inútil. A pesar
de que Mondego casi lo sacó por sí sólo, nosotros dos no podíamos.
Nadie lo dijo, sin embargo en nuestras almas se coló la convicción de que
el entierro sólo se entregaría a su legítimo dueño, y su posesión
no tenía nada que ver con lo que estuviera escrito en unos papeles.
Mi
padre no me permitió que lo acompañara y montó guardia con diez
hombres esa noche: los más valiente y sobornados, los últimos que
quedaban.
Vieron
llegar a Mondego el Martes en la mañana. Mató a dos hombres antes
de que mi padre fuera capaz de meterle un tiro en el pecho.
Regresó
el Miércoles en la mañana y mató a tres. Completamos nueve cruces:
cinco trabajadores, y Mondego, enterrado cuatro veces.
Yo
estaba muerto del susto, al igual que mi padre y los peones que
salieron huyendo, encomendándose a todos los santos. Le propuse a mi
padre pedir ayuda a algún vecino, o escapar al igual que los
trabajadores, e incluso le supliqué, abrazado a sus piernas, que al
menos me dejara ir a mí. Su respuesta fue que el honor familiar nos
impelía, a ambos, a permanecer al lado del palo de ciruelas,
cuidando el entierro.
El
jueves en la mañana llegó Mondego imperturbable, con sus ojos
amarillos y somnolientos, como
los de un gato. Mató a mi padre rebanando el cuello con su
machete. Yo lo maté, por primera vez, de cinco disparos en el
estómago. En la tarde, tras sepultar a mi padre, desenterré las
tumbas de Mondego y mi horror me dejó postrado en una especie de
locura: en cada tumba de Mondego estaba su cadáver, muerto como
debía estar. Con sus ojos fríos de gato, sus alpargatas viejas, su
sombrero roto, su machete oxidado y ensangrentado. Repetida cinco
veces, la desmentida evidencia de su muerte.
Quise
mantener mi guardia por honor, por venganza, por hombría... No pude.
No por miedo a morir, sino por el miedo a lo inexplicable, a la
presencia innegable del diablo o el mal, pueden llamarlo como quieran. Puse
pies en polvorosa y esperé una semana para mandar al ejército con
el pretexto de un ataque guerrillero. Los soldados me contaron,
porque yo nunca me atreví a regresar, que hallaron las tumbas de
nuestros trabajadores y de mi padre al lado del ciruelo. Además de
un hoyo vació, el lugar donde estaba el entierro, había cuatro
tumbas profanadas, con restos de sangre. Tampoco se encontró al
Mondego que en mi fuga yo deje sin enterrar. Acongojado, fui recibido
en casa de unos familiares en la ciudad donde, poco a poco, aprendí
a fingir que olvidaba.
Años después, visitando la tumba de un amigo, me encontré con
cinco tumbas alineadas en fila, en un sector muy exclusivo del
cementerio, con enrejado ornamentado y flores exquisitas. Palidecí y
por poco me desmayé. Leí en las tumbas, en las cinco, el nombre
labrado en piedra y sin explicaciones: Mondego.
No
demoré mucho en esta observación. Al correr despavorido me tropecé
con Mondego, de traje combinado con sombrero nuevo, y con sus inconfundibles
ojos amarillos: igual que un gato con sueño. Me pidió disculpas
con cortesía y se dirigió a sus tumbas, sin reconocerme.
Nota del Autor
Un cuento que escribí en la universidad. Inspirado en el realismo mágico y en los años de mi infancia que pasé en una finca. Mondego era el apodo con que mi abuelo paterno era conocido porque descendía de indios.
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