En el bus de las 3:00 a.m.
"Anciano" de Ulpiano Checa |
Escribo
esto mientras ocurre. Hay cinco pasajeros.
Mi
nombre es Héctor Abadía. Trabajaba como pintor de brocha gorda.
Siento como si una hora atrás hubiera estado pintando las oficinas y
el corredor de un noveno piso. Pero el tiempo murió y se detuvo
cuando entré en éste bus, eso he aprendido.
Esa
noche me retrasé, terminé poco antes de las dos de la mañana: la
pintura alcanzaría a secarse para cuando el dueño del edificio
llegará a las 7:00 a.m. a comprobar que el color de las paredes era
el vomitó verde limón de su elección.
Pensé
que tendría que caminar durante tres horas para llegar al cuarto
para una sola persona en el que vivo. Me equivoqué. Abordé el bus
de las 3:00 a.m. y nunca lo abandonaré. No hay esperanza de
escapatoria.
Mejor
sería haber continuado a pie.
Salí
del edificio y ahí estaba: un energúmeno de metal que parecía
medir cinco metros de altura y de ancho. No podía creer lo que tenía
ante mis ojos. Aún me parece imposible, a pesar de que estoy dentro
de este monstruo enmascarado en forma de trasporte público. Sus
ventanas no son trasparentes: son como vitrinas coloridas de iglesia,
además gigantescas y redondas. Es más apropiado llamarlas
ventanales por su tamaño.
Hay
tres pasajeros.
Una
de sus bombillas delanteras estaba fundida, pero la que funcionaba
era tan potente como la de un faro. No pude ignorar este engendro
automóvil tan diferente a todo lo que hubiera conocido. Su puerta se
abrió. El chófer era un anciano sacado de un cuento de terror: sus
orejas eras largas y peludas, pelos blancos que me revolvieron el
estómago.
Eso debió bastar para alejarme. No fue así, siempre me
he preciado de no ser supersticioso o superficial. Es porque quería
ser el nuevo Picasso, me propuse buscar la belleza interna, el
misterio detrás del peligro, el enigma que subyace en lo
desconocido. Esa clase de estupideces me dije, no porque me las
creyera. Renuncié en mi fuero interno a tener éxito años atrás.
Este mundo no es para soñadores, lo aprendí a la mala y no lo
olvido.
Sin
embargo, yo mismo me engañé para abordar el bus, usando las mismas
mentiras con las que enredé a mis padres, a mis supuestos amigos y a
una que otra chica medio ebria. Fueron las palabras en mi mente las
que me llevaron a ascender por la escalerilla, mas no era yo quien las pronunciaba. En estos momentos, no me cabe duda de que el chófer me
hipnotizó. ¿Será un demonio? ¿Un mago o algo peor? Es una especie
de Caronte que en lugar de barca posee un bus, un manubrio en vez de
remo, una ciudad que nunca deja de recorrer y no el lago Éstige.
Esta última diferencia me enloquece. ¿Por qué el bus nunca se
detiene? Tengo la sensación de haber estado sentado durante cinco
minutos, y a la vez creo que he visto las luces de casas y edificios pasar
ante mis ojos infinidad de veces.
El
tiempo muere en este recorrido, eso afirmó alguien que solía sentarse
a mi lado. He olvidado quien era. Tengo la impresión de que era
importante para mí, como si hubiera sido un compañero de años. ¿O
era una mujer? No lo recuerdo. Pensamientos contradictorios. Escribo
para darle un sentido a este laberinto que avanza aunque me quede
quieto. Tristemente, aunque sé escribir, he olvidado cómo leer.
Yo
era un pintor. Una noche terminé un trabajo que demoró demasiado.
Salí a las 3:00 a.m. Abordé un bus enorme. El chófer se llama
Caronte. Él no me lo reveló, yo lo adiviné. No sé cuánto llevó
aquí atrapado. Hay otras personas conmigo. La mayoría tiene las
mismas impresiones que yo. No recordamos que nadie se haya bajado o
subido del bus. Su velocidad no es demencial, es monótona y constante, un ritmo ni lento ni rápido que es enloquecedor por su
normalidad. Es como si siempre fuéramos los mismos.
Hay
seis pasajeros.
¿Cómo
es que nunca me abandona la idea de que somos los mismos? El número
de pasajeros varía. A veces hay más, luego hay menos. Si pudiera
leer tendría la certeza de lo que digo. ¿Con qué propósito
escribo? Cuando intento escribir sobre mis acompañantes no puedo. Es
como describir el azul del cielo, no por su inmensidad, sino por lo
acostumbrados que estamos a su presencia. ¿Cómo describir a
personas sobre las que siento no hay nada que decir? Todos son
iguales: dos ojos, una boca, una nariz, brazos y piernas.
Hay
tres pasajeros. Al menos tres hemos sido los mismos.
Mentira.
Apenas y tengo conciencia de que yo soy el mismo. ¿Lo soy?
Las
luces de la ciudad son ojos luminosos que se ríen de mi tortura. Yo
soy un programa de televisión, soy una tragicomedia. Ellos son los
monstruos porque se burlan de mi diario vivir. Desconsiderados
insensibles, ojala a todos les llegué la hora de abordar.
Soy
un prisionero. No tiene sentido seguir contando. No cambia nada. No
es una pista fiable para escapar de aquí. Estoy seguro de que nos
drogan o nos hipnotizan, no importa cuál de las dos sea, el efecto
es el mismo: hacen que olvidemos cuando el autobús se detiene.
Porque forzoso es que se detenga. Es lógica básica. Necesita
gasolina. Los pasajeros deben ir a alguna parte.
Siento
que he envejecido. Cuando entré era joven, o me parece que lo fui.
Ahora creo estar entre los más viejos.
Una
ilusión tras otra, un misterio que es fácil de solucionar con el
estático transcurrir del tiempo.
¿Con
que propósito existe Caronte y su bus? El primero no hace más que
conducir, aún cuando el segundo, truenos y centellas, es un demonio que
vive y respira. Come, sobretodo come. Se alimenta de nuestra vida.
Envejecemos y el bus sigue marchando.
Caronte
es otra víctima. También es absorbido y reemplazado. Cuando muera,
otro pasajero engañado tomará el volante.
No
hay escapatoria. Mis miembros están cansados. Si tuviera los
arrestos de mi juventud. Atacaría a Caronte, organizaría una
rebelión, encabezaría un escape.
Abro
los ojos y no recuerdo cuando me dormí. Envejecer es terrible. ¿Qué dios cruel nos ha condenado a tal destino? Dios existe y es un
cabrón. Dios no existe y se burla de nuestra creencia.
Siempre
son las 3:00 a.m. Nunca las tres de la mañana.
¿Mi
alma estaba condenada antes o después de subir al autobús de las
3:00 a.m.?
-
- -
—
¿Estás seguro de que es buena idea dejarlo escribir? —era el más
joven quien preguntaba.
—Claro
que si. —respondió el mayor—. El señor Abadía está más
tranquilo si lo dejamos plasmar sus incoherencias. Ni pienses en
husmear en sus papeles o te clava el lápiz. Casi le saca un ojo a tu
antecesor.
—¿No es malo para su vista escribir a esta hora?
Los
dos trabajadores de la Residencia de Personas Mayores le dirigieron sendas miradas de
compasión al vejete. Héctor Abadía ni se dio por enterado.
—Es
probable muchacho, mas no hay nada que hacer al respecto. Llevarlos de paseo a las tres de la
mañana es lo mejor. No hay tráfico y el aire es más puro. Siempre
y cuando estén bien abrigados, ellos pasan un buen rato viendo la
ciudad. Incluso algunos de ellos sólo pueden conciliar el sueño en
el bus. Y en cuanto al señor Abadía… escribe como loco, es
probable que lo esté. Al menos es una locura que lo hace feliz.
Era
una febril mueca de horror, confundida con una sonrisa, lo que se
dibujaba en el rostro del anciano. Nunca se dieron cuenta de su
error. Al fin y al cabo, a ellos les pagaban por cuidarlos, no por
descifrar los pantanos de la senilidad.
—Debe
haber terminado una novela o dos.
—No.
De vez en cuando él destruye sus escritos. No sabemos cómo. Creo
que se los come cuando nadie lo ve.
—Envejecer
es terrible. —concluyó el más joven.
—Ni
lo menciones. —replicó el mayor, cuyo cabello ya empezaba a
encanecer.
Nota del autor
Confieso que al releer éste cuento me siento más orgulloso de lo que esperaba. Sí, tiene imperfectos como otras cosas que he escrito en el pasado y he guardado en un cajón, sin embargo me gusta toda la construcción general que se establecen en el relato. Pienso que el final cierra todo en un conjunto matemáticamente perfecto. Aunque bueno, no soy científico y carezco de la apropiada modestia, por lo que no puedo estar tan seguro de que sean tan grandioso como me lo parece. Al menos me siento orgulloso de como es, supongo que así se siente uno con los hijos, que los ve bellos a pesar de que sean feos.
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El fraude
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