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domingo, 14 de julio de 2013

El artista performance

Fotográma de un bebe alien


Mi primera sospecha la tuve cuando me llevé la copa de vino a los labios. Cuando el licor llegó a mi lengua experimenté el sabor familiar de los somníferos. Fue tan fuerte y desagradable que lo volví a escupir en el vaso.

    Tremens hizo un gesto de absoluta reprobación. Fue él quien me invitó a la exhibición del artista performance conocido como Trimble.

    — ¿No te sabe extraño? —No me atreví a ser específico con el sabor, no quería explicar mi uso de pastillas para dormir.

    —Entiendo que la mayoría no estén acostumbrados al exquisito y raro moho del pourriture noble —me regañó Tremens con estirada suficiencia—, mas no hay que tratarlo como si fuera una vulgar cerveza.

    Me sentí ofendido, como artista y hombre pobre. Mi obra artística consistía en la destrucción y reconstrucción de automóviles en formas abisales y a veces conceptuales. Había quienes opinaban que mi obra no era más que la pretensión ridícula de un mecánico por convertir la chatarra en arte. Tremens conocía mi mal genio y cómo me dolían los comentarios ominosos. Mi padre tampoco comprendió mi arte en ningún momento, pero me dejó destruir todo lo que quise para hacerme feliz. Pudo ser un mecanico ignorante del arte, pero era mejor persona que cualquier intelectual pretensioso.

    Había adulado a Tremens durante meses y reparado su auto para que me llevara a la exhibición de Trimble. Y a la primera oportunidad el miserable me insultó. Lo miré con la mayor fiereza que me fue posible y me alejé de él cuanto pude.

    No conocía a nadie. Los camareros, únicamente hombres, con camisas blancas abotonadas y delantales negros a la cintura, servían vino con una presteza inusitada. Era como esa escena de comedía en que un camarero le llena una y otra vez la misma copa a un cliente, mientras otro es el que se la bebe. El cliente se ofende, le pide más al camarero, quien no comprende como el otro puede beber tanto y seguirse quejando de que no ha probado ni una gota. Creo que así va la escena, o tal vez me la haya inventado por completo, el punto es que los camareros no podían ver una copa vacía porque se lanzaban a llenarla. Dos camareros llegaron a inundar mi copa con tal premura que no pude decirles que no quería más.

    —No, gracias —intenté negarme.

    Ambos sonrieron hasta las orejas y uno de ellos llenó mi copa a pesar de lo que dije. Me entró  manía por su exagerada solicitud. Por más eficiente y cortes que un camarero pueda ser, si los miras con atención, puedes detectar que su amabilidad es actuada, que su sonrisa es proporcional al dinero que llegué a sus bolsillos.

    Estos camareros no. No servían con cordialidad, servían con fanatismo, como si con cada copa servida se ganaran una nube en el cielo. ¿Y por qué no había ninguna mujer entre ellos? Esa observación me tenía paranóico.

    Los dos solícitos camareros se me quedaron mirando, esperando a que bebiera. Parpadeé, queriendo pensar que eran imaginaciones mías. Seguían ahí, mirándome con sus ojos abiertos en demasía y su sonrisa de locura.

    Bebí un sorbo de vino, y en cuanto se dieron la vuelta, lo escupí de nuevo en mi copa. ¿Vulgar decía Tremens? Al carajo, porque algo extraño se cocía en el ambiente. Mi copa llena captaba las atentas miradas de los camareros, sólo me dejaban en paz si me llevaba un trago a la boca y lo devolvía sin que me descubrieran. Tuve que seguirme moviendo de un lado al otro, porque si uno de ellos se fijaba demasiado en mi… Gradualmente, la boca se me fue durmiendo, con una sensación parecida a la que produce la lidocaína de los odontólogos. No me quedaba ninguna duda de que a la bebida le habían echado una sustancia peligrosa.

    Hubiera deseado que se tratara de una exhibición de pinturas o esculturas, de algo que hubiera podido pretender observar con atención. Lastimosamente, la obra de arte no llegaría hasta que el mismo Trimble apareciera. Yo iba de una mesa a otra sin saludar a nadie, temía llamar la atención de un momento a otro. Me invadió una oleada de miedo irracional que chocó contra un escudo de sentido común. ¿Podía tener certeza de que la bebida estaba envenenada? Claro que no, las únicas evidencias de las que disponía eran que sentía la boca entumecida y que algunos invitados estaban adormilados. A lo mejor Trimble les estaba pagando extra a los camareros para que drogaran a los invitados con un ligero somnífero, ya saben, para algún extraño performance.

    ¿Ligero somnífero?

    Era mi instinto de supervivencia, sonaba muy parecido a mi padre cuando se enojaba conmigo por no ser capaz de reparar un motor sin su ayuda.

    Si es un ligero somnífero, porque te ha amodorrado el paladar en unos segundos. No te mientas a ti mismo muchacho. ¿Y qué hay de los otros invitados? Tu amiguito Tremens y los que se  apresuraron a degustar el vino ahora roncan sobre las mesas o duermen mal acomodados en las sillas. Son gente de sociedad muchacho, mujeres con vestidos carísimos, hombres con relojes de oro, la creme de la creme, pernoctando a pierna suelta y olvidando las apariencias. Eso no tiene sentido hijo.

    Un robo, podía tratarse de un robo, al más puro estilo de un villano de comics. Drogaban a los ricos invitados y los robaban, dejando una amable nota para cuando despertaran. Era tan del estilo de un villano de Batman que me dio un ataque de risa. Calculé que debíamos ser unos doscientos invitados y una veintena de camareros.

    Lo de los robos es suficientemente preocupante para que muevas tu culo y hagas algo al respecto, pero no te comas un pedazo de ese pastel muchacho, porque sabes tan bien como yo, que lo que sucede en esta fiesta de esnobs es más siniestro que un robo. O si no, ¿por qué te tiemblas las rodillas y te cuesta respirar? No es porque se vayan a llevar tu Rolex falso.

    Tuve que sentarme, estaba mareado. Casi me desmayé del susto. Lo quisiera o no, me había convertido en el maldito y solitario héroe de una película de acción. Hasta donde me alcanzaba la vista, era el único que no estaba bajo los efectos del sueño. No soporté esa visión de bacanal en decadencia y oculté la cara entre mis manos. Dos pares de zapatos negros se acercaron a mí; reconocí que pertenecian a los confabulados.

    — ¿Se encuentra bien señor?

    Usaban un tono de desmedida preocupación. Supe de inmediato cual respuesta era la que se esperaba de mí. Murmuré palabras incomprensibles y me relajé hasta caer sobre mí mismo en la silla. No me creía tan buen actor como para fingir que estaba inconsciente, así que aparenté estar medio dormido.

    —Era el último que faltaba —dijo la misma persona pero con otra voz. No era ya la del camarero amable sino la de un soldado, un tipo duro que seguía ordenes sin cuestionarlas—. Avísale a Trimble que llegó la hora.

    En este punto, para otros habría sido evidente que Trimble formaba parte de la conspiración. Por mi parte, yo pensé que los camareros se disponían a atentar contra Trimble. Demanden mi idiotez si les place, no soy el más ducho en teorías de la conspiración.

    Eché un vistazo aquí y allá. Cuando me pareció que nadie se fijaba en mí, deslicé mi mano al bolsillo y extraje mi celular. Marque el número 2 de discado rápido, en el cual había programado el número de la policía. Me acomodé el celular entre la oreja y el brazo, que procedí a usar de almohada sobre la mesa. Recé para que si alguien me observaba, pensara que yo hablaba entre sueños.

    —Policía metropolitana dígame cuál es su emergencia —era un hombre joven. Lo consideré suerte. Un zorro viejo experimentado en llamadas de broma descartaría mi petición de auxilio.

    Escoge bien tus palabras, muchacho.

    Le di la razón al viejo.

    —Estoy en la exhibición del señor Trimble, en el edificio Escocés —susurré—. Los camareros nos han atrapado como rehenes y van a robarnos —era mejor estirar la verdad para que la policía se apresurara en venir—. Están armados.

    —De acuerdo señor —dijo escéptico—. ¿Puede decirme su nombre?

    Le di mi nombre y mis credenciales como artista sin reconocimiento, de poco valor ambos. Intenté conservar la calma, ser paciente; quería gritarle al policía que viniera lo más pronto posible.

    —Una patrulla se dirige al lugar señor.

    ¿Una unidad? Eso quería decir que no se tragaba mi historia y que enviaba la patrulla únicamente por si las dudas.

    Un micrófono se encendió, lo golpearon un par de veces y una voz marcial dijo “probando, probando”. ¿Era la misma voz del camarero que se había acercado a mí? No, era más aguda, mas era sorprendente el idéntico tono de dureza militar que ambas compartían.

    Era Trimble quien hablaba.

    —Damas y caballeros. A la mayoría de vosotros no le queda suficiente consciencia como para entender lo que digo, mas no es para vosotros que hablo, sino para mis seguidores que me acompañan en este sagrado recinto que será nuestra tumba. También habló para mis seguidores que me ven en vivo y en directo a través de mi página web. Por último, para las generaciones futuras que puedan reconocer que el único arte verdadero es aquel que desaparece en breves segundos y a la vez ayuda de algún modo a la sociedad. —era alegre, vivaz, el legendario artista cuyas obras desaparecían en unos cuantos segundos, el amante de las explosiones, del fuego y de las cenizas. Entonces sí sospeché de su participación en lo sucedido. No hablaba con preocupación o ignorante despreocupación; su discurso rebosaba del orgullo magistral de un artista que ha culminado su obra.

    — ¿Quién es ese? —Preguntó el policía al teléfono, con una nota de pánico en su frase.

    —Es Trimble —murmuré poseído por el más absoluto de los terrores—. Dios mío, es Trimble quien organizó todo —lloré desposeído de mi masculinidad, es vergonzoso haberlo escuchado decenas de veces en las retransmisiones para la televisión—. Trimble nos va a matar, por favor —gimoteé—, por favor, sálvenos.

    —Bienvenidos a mi Magnus Opus, la más grande y última presentación de mi carrera. Para esta noche, veintitrés de mis más fieles seguidores han aceptado perder sus vidas junto a mí, para mostrarles el más grande performance de nuestros tiempos. Cada uno de ellos porta veinte kilos de amitol. En mi mano pueden ver el dispositivo de control remoto que los detonara a todos con unos cuantos segundos de diferencia.

    —Escúcheme amigo, ya avisé a todas las unidades disponibles. Un escuadrón antiterrorismo llegará en cinco minutos, no sé si lleguen a tiempo. Tenga una sola cosa en mente —No sé si me creyó por mis llantos, los disparates de Trimble o su instinto; me dio tanto alivió que me oriné en mis pantalones—. Una sola cosa, no juegue al héroe. Si ve una oportunidad para escapar, aprovéchela.

    Lancé fugaces miradas a Trimble, a dos mesas de donde yo fingía roncar. Él estaba sobre un atrio recitando un ingenioso discurso antes de exhibir su mortal obra. Y vaya que lo estaba dando. Si realmente lo subían a internet, de seguro estaría entre los más vistos, siempre y cuando no censuraran su apocalíptico final.

    Era la primera vez que veía a Trimble en persona. Alto, el cabello teñido de blanco, los cachetes gordos, traje de director de filarmónica. Su frente amplia, tan alabada por los críticos, me pareció la deforme cabeza de una persona con deficiencias mentales. En sus ojos catalogados de visionaros, no encontré más que la expectación perdida de los alucinados. Lo que parecía ser un control remoto universal para televisión, con enormes botones azules, se lo pasaba de una mano a otra. No creo que por los nervios, más bien por la anticipación.

    Sus seguidores, aún disfrazados como camareros, estaban por todas partes. Conjeturé que tendría que correr unos cien metros, antes de llegar a la ventana más cercana y caer desde un tercer piso sobre el cemento. Si es que a Trimble no le importaba que se le escapara uno. Me consideré muerto. No, no pensé tanto en los cientos de personas que estaban a merced de la explosión, sin posibilidad de salvarse. No pensé en nadie más que en mí y la baja probabilidad de cubrir la distancia de cien metros hacia un salto mortal, en comparación a la acción menos dificil: llegar hasta Trimble y arrebatarle el control.

    Si sabes que hacer muchacho, ¿para qué esperar? Enorgulléceme.

    —Nuestras víctimas son los males que aquejan a nuestra sociedad actual: las minorías poderosas —Trimble había llegado a un paroxismo fonético, sus pulmones estaban hinchadísimos, sus gestos eran bruscos y su voz era estruendosa—. Unos pocos hombres son los más ricos, unos cuantos son los que determinan lo que es arte y lo que es basura. Sin embargo, sus vidas son tan preciosas como las de cualquiera. Son seres humanos cuya belleza destruiremos en unos instantes. Tan rápida y definitiva será su destrucción, que será como si nunca hubieran existido. No despreciamos sus vidas, sino su forma de existencia. Mi arte amenaza a los hombres que chupan la sangre de los humanos como conjunto y perjudican a su entorno. Este es mi último ataque, pero el primero de muchos para los seguidores que me sobrevivan a través de los tiempos.

    No se lo esperaban. Por más fervoroso fanatismo que los invadiera, casi todos tenían los parpados cerrados a causa del pánico, eran incapaces de esperar a la explosiva muerte con los ojos abiertos. Los que me vieron ponerme de pie y no hicieron esfuerzo alguno por retenerme, a lo mejor pensaron que yo era una alucinación. En cuanto a Trimble, le llegué por un costado, no me vio hasta que le hundí el puño en el estomagó. Sin que se le quitara del rostro la sorpresa, lo golpeé en la nariz con la palma de la mano: pude sentir su tabique rompiéndose bajo mi presión. El control se le cayó de las manos y lo atrapé en el aire.

    Me paralicé. Ahí estaba yo, rodeado de veinticuatro chiflados dispuestos a morir. Se abalanzaron sobre mí como una jauría de perros salvajes: cada uno de ellos quería un pedazo que morder. Me partieron una pierna en tres partes, me fracturaron los dos brazos, no sé cuántas costillas y casi me sacan un ojo. No fue por mi increíble habilidad, sino por un inconcebible golpe de suerte, que al derrumbarme por sus frenéticos ataques, el control se cayó, se le abrió la tapa y las baterías salieran rodando a perderse quién sabe dónde.

    Furioso, Trimble gritó. Luego escuché disparos, más gritos y explosiones. Al final todo se mezcló y perdí el sentido.

    Desperté días después en un hospital. Por las noticias supe de la muerte de Tremens y otros ricachones que murieron al ser usados como escudos humanos por los terroristas, quienes por cierto, lucharon hasta caer muertos. Dos se las arreglaron para explotar, mataron a un policía e hirieron a otros diez. Trimble murió de un balazo en la frente.

    Tuve mis cinco minutos de fama; me empeñé en dejarlos pasar. Agentes artísticos se me acercaron y me recomendaron aprovechar el boom provocado por mi modesta participación para vender algunos de mis carros chatarras: me negé de modo irrevocable. Cuando me recuperé, me mudé a otra ciudad, cambié mí nombre y conseguí trabajo en un taller. Me dejé crecer la barba. Además, ahora tengo los brazos fornidos y una panza cervecera, rasgos nuevos en los que me amparo para no ser reconocido.

    Vivo con temor de que sus seguidores me encuentren. La policía declaró que habían eliminado a todos los locos, que el caso estaba cerrado. Pero yo estoy seguro de que  aguardan el momento más oportuno para lanzar otra obra de arte terrorista.

    Nadie más que yo sabe la verdad. Me escondo en la mundana existencia de un mecánico, con la esperanza de que cuando los seguidores de Trimble se levanten de nuevo, no dirijan su venganza hacia mí. Espero que me perdonen por haber sobrevivido y buscado un destino más humilde.

    ¿Lo tendrán en cuenta? ¿Serían ciertas las palabras de Trimble que aún me acosan en mis pesadillas? Sí sólo persiguen a los ricos y poderosos, estaré a salvo.

    Quiero vivir. Quiero creer en que mi estilo de vida me mantendrá seguro.

    Si te quieres tragar esa mierda prepárate, porque es un baldado enorme.

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