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“¡Es su culpa por no darse a
conocer!“ Bramó el padre a su hijo por celular y colgó
enojado.
“Son mil pesos.” Le informé al
señor con mi voz neutral de tendero.
“¿Se da cuenta de cómo son los
hijos?” Se lamentó el señor conmigo, sin dar señales de ir a
pagar pronto. “Se fue a vivir a la ciudad con su mamá, de la
cual me divorcié hace años, y por allá está, sin trabajar, y
tiene el descaro de pedirme dinero cada vez que hablamos. Y eso que
nos comunicamos porque yo lo llamó, porque él
ni siquiera se digna a llamarme.”
“¿Por qué no consigue trabajo?”
Indagué con un tono de cortes curiosidad.
“¡Por su propia culpa!” Estalló
el señor, casi gritando. “El cree que dibujando va a conseguir
algo. ¡Es un iluso! Ese muchacho no entiende que en esta vida lo
único que sirve es conocer a la gente correcta. Tener estudios no
alcanza para nada.”
En ese momento otro cliente llegó, el
señor pagó y se fue. No deseaba compartir sus penas con otros,
excepto conmigo. Por alguna razón que me es desconocida tengo cara
de ser bueno escuchando. No vuelvo a pensar en ese evento hasta que
me encuentro a solas con mi cuaderno y un lapicero. No me considero
muy diferente del hijo del señor en el sentido de no poseer aliados
poderosos, aunque me decanto por el término de mecenas por mero
romanticismo.
¿Qué tan bueno será el hijo del
señor? Es improbable que sea un Picasso, pero si tiene el valor de
oponerse a su padre alguna confianza a de tener en sus capacidades.
Lo más seguro es que el señor nunca se haya hecho esa sencilla
pregunta: ¿qué tan bueno es mi hijo? Y el motivo para que nunca se
haya planteado una cuestión tan simple es penosamente claro: no le
importa que tan bueno o malo es.
¿Por qué siempre las generaciones más
jóvenes se ven obligadas a enfrentarse a las más viejas? Supongo
que es una consecuencia de cómo se estructuran las sociedades.
Pienso en algunas tribus que cuentan con ritos de crecimiento, a
veces muy dolorosos y peligrosos, que son considerados “salvajes”
por nosotros, la sociedad capitalista. Sin embargo, esos ritos
confrontan a los adultos con la realidad de que sus hijos pueden
defenderse por si mismos. Que ya no los necesitan enteramente, y que
si bien pueden ayudarlos, no pueden intervenir directamente en sus
vidas.
Supongo que el señor ama a su hijo, y
expresa su amor y preocupación de un modo que quizá su hijo pueda
percibir como agresivo. Quien sabe, no puedo descartar la posibilidad
de que efectivamente el hijo sea un vago irresponsable. La reflexión
que he escrito nace de proyectarme a mi mismo en ese joven
desconocido. ¿Por qué es tan difícil luchar por los sueños? ¿Por
qué la mayoría de padres en lugar de apoyar quieren obligar? A lo
mejor sus hijos serían más conocidos si los padres se sintieran
orgullosos por lo que esos muchachos y muchachas pueden hacer cuando
se esfuerzan el cien por ciento en perseguir sus verdaderos sueños.
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