La primera vez que me ofrecieron un banano, pensé que se parecía a un pipí. No hubo nada pervertido en mi comparación, yo era un niño inocente y curioso. Sin embargo mi relación con el banano fue complicada desde un principio. Me enamoré de la idea de comerme un racimo de bananos entero desde que leí a Mr. Herbert hacerlo en una escena de Cien Años de Soledad. Mas a sido un deseo imposible para mi porque si como más de un banano de seguido, me da un daño de estómago comparable a una apoteosis.
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A pesar de esa dificultad digestiva, no he permitido que mi entusiasmo por el primo amarillo y dulce del plátano disminuya. Me encanta acompañarlo con agua o espolvorearle azúcar y leche en polvo, hasta comerlo solo es una delicia. Para mí el banano es un postre y no un reemplazo improvisado de la ensalada.
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Pelar un banano es divertido, al igual que posarlo en el suelo para que otro se tropiece, aunque este tipo de trucos es mejor dejarlo a los profesionales. Adoro como en cualquier medio en que un monstruo o villano sea creado basado en un banano, su destino inevitable será ser devorado, aplastado y/o ser convertido en puré de algún forma muy irónica.
Amo cuando las personas me regalan un banano para comer, es mi segunde dulce favorito únicamente superado por el poder favorito del chocolate.
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Ahora que lo pienso, la mayoría de mujeres se desinflan suspirando con la idea de que les regalen un ramo de flores. Como un hombre sensiblero, yo sueño con que me regalen un racimo de bananos.
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