Cuento para niños y ancianos
A
los diez años conocí a mi abuela. Era más arrugada que una pasa y
los ojos negros eran como los de un cuervo. Lo único que me gustó
de su apariencia fue el cabello largo y plateado. Siempre que la vi
estaba acostada. Cuando hablaba, su boca temblaba y dejaba escapar
saliva por los extremos de sus comisuras.
La
primera impresión que me dejó mi abuela era que se iba a morir de
un momento a otro. No fue un pensamiento que me motivara a acercarme
a ella. Para disuadirme de darle un abrazo, mi abuela me ofreció una
barra de chocolate. Se ganó dos abrazos y un beso en su pastosa
mejilla.
Durante
varios días repetimos el ritual. Mi abuela guardaba los dulces
debajo de su cama, en una bolsa plástica. Pude saborear grageas
multicolores, caramelos duros y blandos, gelatina blanca y otros más
que ya no recuerdo. Mi favorito era la barra de chocolate. O lo fue,
hasta cuando mi abuela me dio una que estaba llena de hormigas. Yo
grité por el susto y el asco. Mi madre llegó a ver que estaba
sucediendo. Ella descubrió que el chocolate no era lo único con
hormigas. Todos los dulces, la cama de mi abuela y ella misma habían
sido invadidos por esos diminutos bichos.
Mi
madre regañó a mi abuela por haber guardado los dulces ahí. Yo me
sentí enfermo imaginándome que desde hace días podía haber estado
comiendo insectos sin darme cuenta. No quise regresar a donde la
abuela. Me vi obligado a volver dos días después. Había muerto.
En
el velorio había tanta gente desconocida que no me sentía a gusto
en ningún lado. Lo que quería era estar sólo. Me sentía triste,
culpable, miserable. No podía llorar, me sentí mala persona por
ello.
Me
acerqué a mi madre durante un breve momento del velorio en que los
invitados no siguieron dándole el pésame porque se fueron a tomar
café. Con las arrugas que le habían salido por el llanto, mi madre
se veía casi tan vieja como la abuela.
–Mamá,
¿soy mala persona por no llorar?
–Claro
que no –dijo ella afligida–. Malo serías si te diera alegría y
sé que ese no es el caso. A lo mejor no lloras porque no la
conociste lo suficiente.
–Mamá,
¿por qué no me la presentaron antes?
–Ella
y yo nos peleamos cuando me fui de la casa. Tardamos demasiado en
reconciliarnos. Lamento que no la hubieras tratado antes.
–
¿Por qué me la presentaste sabiendo que estaba tan enferma? –Me
dio rabia que me provocaran el dolor de su perdida a propósito.
Mamá
se quedó en silencio un rato antes de contestarme. En sus ojos había
lágrimas. Su boca sonreía.
–Porque
ella sentía remordimiento por no haber pasado más tiempo contigo:
quiso regalarnos sus últimos días. Todos esos dulces que te daban
era su forma de expresar lo mucho que te amaba.
Tardé
en comprender las palabras de mi madre. Los años han pasado, pero
aún recuerdo los días en que me senté al lado de mi abuela a comer
montones de dulces. Ahora no como tantos. Sin embargo, cada vez que
ingiero un dulce, recuerdo la sonrisa desdentada y dichosa de mi
abuela. Ella era feliz porque yo era feliz.
Nota del autor
Este cuento lo escribí pensando en mi bisabuela, a la que no alcancé a conocer por mucho tiempo, pero recuerdo con mucho amor.Muriendo sin sentido y por diversión
Un corto vídeo de Happy Wheels, necesitaba hacer tonterías antes de iniciar mi próxima serie. Me he inclinado por Mogeko Castle después de todo. Se ve muy interesante y espeluznante. Pero aún no he empezado a jugar, hoy y mañana, lo que les tengo para ofrecer es mucho teatro, risas y lágrimas con las más sangrientas carreras.Muchas gracias por ver.
Happy Wheels Parte 5: Adiós Timmy |
No hay comentarios:
Publicar un comentario