Memorias de un mago enamorado
Foto por Sumit Saharkar |
Capítulo 30: Una llama azul
Atahualpa dejó de jugar con otros niños cuando cumplió siete años.
―No puedes perder el tiempo con juegos infantiles. Eres la raíz que debe ser alimentada con estudio y entrenamiento, para que puedas crecer y convertirte en un árbol sabio y poderoso. ―Sentenció la anciana Tehuixtle.
El joven de rizos tan negros como sus ojos odió la explicación. También detestó las horas de lectura, los ejercicios de respiración, los análisis de pictogramas, y de trotar hasta que las piernas ya no lo podían sostener. Todo eso para que pudiera manifestar la magia de fuego de su madre. ¿Por qué él era el único niño al que se le exigía tanto? La magia era un asunto de los adultos, y Atahualpa creyó que era injusto que se esperase tanto de él.
Dos semanas fueron suficientes para que tirase la toalla. Se escapó en la noche, corriendo sin rumbo hasta terminar perdido en un bosque, donde se topó con un lobo gigante de dos cabezas: el animal era casi tan grande como una casa.
El niño Atahualpa se quedó petrificado y se orinó en sus piyama. Las dos bocas dentadas se fueron aproximando, babeando ante la anticipación de la carne fresca.
―¡Atrás, bestia!
Quien así había gritado era Victorino, un tallador de madera de la Aldea Pielroja. Su magia le permitía elaborar figuras y utensilios de una delicadeza sin par. Pero Victorino no era un guerrero. Desenvainó su machete que nunca había usado para lastimar a un ser vivo y lo descargó en medio del hombro y del cuello del animal. Una cabeza aulló de dolor, y la otra trituró a Victorino entre sus fauces.
Al ver a uno de los suyos herido frente a él, la sangre de sus ancestros reaccionó; su espíritu guerrero despertó en la forma de una llama azul sobre la palma de su mano derecha.
Era la primera vez que el niño esgrimía un hechizo. Su sorpresa y maravilla inicial fue aplastada por el grito de dolor de Victorino. Bramando para acallar sus miedos, sus pies corriendo al compás de su acelerado corazón, Atahualpa llegó hasta el enorme lobo de dos cabezas y estrelló la llama azul contra el pecho peludo de la criatura.
El fuego azul se extendió por todo el pelaje como si de antemano le hubiesen echado gasolina. El monstruo dejó escapar a su presa: Victorino fue arrojado a un costado con brusquedad. Atahualpa se acercó a él y lo halló muy maltrecho, con demasiados cortes profundos. A pesar de su estado moribundo, Victorino le sonrió.
―Esa es, la llama de la vida. Es digna de…
Victorino escupió sangre por la boca, dejó caer la cabeza a un lado y falleció.
El lobo de dos cabeza se revolcó en la tierra y se lanzó contra los árboles produciendo mucho alboroto. Fue inútil, porque la llama azul no se propagó a ninguna parte excepto sobre sí mismo, y no se extinguió hasta que las dos cabezas dejaron escapar su último aliento.
Atahualpa siguió observando el cadáver de Victorino, ambos inmóviles como estatuas, hasta que llegaron otros miembros de la Aldea Pielroja que lo habían estado buscando por todos lados. Se lo llevaron cargado en medio de lágrimas y gritos de alegría. Un indio fortachón y silencioso cargó con el muerto al hombro y todos regresaron juntos a su hogar.
Victorino recibió el entierro de un héroe.
Dos días después se le ordenó volver a su entrenamiento. Atahualpa obedeció sin protestar. Al principio todos estaban muy contentos de la nueva y buena disposición de su futuro protector. Sin embargo, tras una semana se sintieron acongojados al no volver a escuchar al niño más gritón en la Aldea. Varios se reunieron y le comunicaron sus preocupaciones a la anciana Tehuixtle. Ella de por sí ya tenía sus propias reservas, por lo que se decidió a hablar con el niño justo a la hora de dormir. Tehuixtle era la líder temporal hasta que Atahualpa cumpliese los dieciocho años. Ella lo había criado desde siempre, pues su madre había muerto cuando lo había dado a luz, y su padre era un desconocido cuya identidad nunca se supo.
―Noveno, ¿por qué estás tan callado últimamente? ¿Es por la muerte del señor Victorino?
Atahualpa asintió. Tenía la cabeza sobre la almohada y una cobija que lo cubría hasta el pecho.
Tehuixtle titubeó. Se sentó al borde de la cama y le acarició los rizos de la cabeza. La mayoría de personas en la Aldea lo tenían liso.
―Noveno, no fue culpa tuya. La muerte de Victorino estaba escrita en las estrellas. Además, vivió con la honra de un artesano, y murió con el honor de un guerrero. Pocos han partido con tanta dicha como él.
A él le parecieron sabias las palabras de Tehuixtle. Le gustaba mucho que ella sólo lo llamaba Noveno cuando estaban a solas. Pero Atahualpa no sabía cómo expresar la desazón en su interior, por lo que siguió sin hablar.
Tehuixtle apretó los bordes de su falda con nerviosismo. Presintió que estaba en un punto importante del destino. Como la tutora del futuro líder, ella podría influir en la conservación o destrucción de su pueblo. No creyó que el ensimismamiento fuera un rasgo apropiado para el más grande de los guerreros.
―El cuerpo de Victorino tenía marcas de unos dientes enormes. Había muchas cenizas en donde te encontramos. Por lo que deduzco que el monstruo que acabó con la vida de Victorino fue incinerado con fuego. Una gran cantidad de fuego. Fuiste tú, ¿verdad?
Atahualpa asintió.
―Si lo tienes bajo control, ¿me lo puedes mostrar? Una pequeña llama sobre tu palma será suficiente. No quiero que vayas a quemar nuestra casa. ―Tehuixtle soltó una carcajada tan vieja como ella misma.
Atahualpa adelantó su mano derecha abierta. Cerró los ojos y recordó el rostro muerto de Victorino. Cuando abrió los ojos, vio la llama azul danzando sobre su palma, y a Tehuixtle con expresión de reverencia y lágrimas en sus mejillas.
―¡La llama ancestral! ―Murmuró ella con apremio.
Estuvo abstraída por unos segundos hasta que recordó el alimento de la llama azul y se amonestó a sí misma dándose palmadas sobre sus rodillas.
―¡Vieja tonta! Noveno, con eso basta. Apaga la llama ancestral antes de que te hagas más daño.
Él obedeció, confundido, y habló por primera vez desde la muerte de Victorino.
―¿Llama ancestral?
Sus palabras no fueron del todo comprensibles, pues ancestral no es una palabra fácil para un niño de siete años. Tehuixtle lo supo entender gracias a ese vinculo propio de toda madre e hijo.
―Escucha con atención Noveno. Hace casi quinientos años, Primero Atahualpa murió al caer en una trampa de los Españoles, quienes lo mataron por consejo del Dios Dragón del Viento. Moribundo, Primero clamó el nombre del Mago Hartwell, y este acudió a su llamado, con su túnica negra y su sombrero feo que esconden todo tipo de horrores. Hartwell le ofreció la venganza sobre sus enemigos, pero Primero lo rechazó, y le exigió que le diera el poder a su hija para proteger a los suyos. A cambio del alma de su padre, Segunda Atahualpa recibió la flama azul. Desde entonces, cada Atahualpa antes que tú ha utilizado ese poder para proteger a los indios e indias que son perseguidos. Todos somos familia porque pertenecemos a la misma tribu: somos los usurpados, los extraños, los expropiados. Sobrevivimos y perseveramos gracias al sacrificio de tus antepasados, por lo que ninguno de nosotros va a dudar en sacrificarse por ti. Seremos mejores que nuestros enemigos, no guardaremos rencor ni buscaremos venganza, Seremos justicia y vida.
Tehuixtle no siguió con su discurso porque cayó en cuenta de que Atahualpa se había quedado dormido. Le acomodó la cobija, lo besó en la frente y lo dejó soñando con las glorias de su Aldea. Tehuixtle se dijo a sí misma que tendría que repetir esa historia varias veces, porque había dos cosas que todos los Atahualpa tenían en común: no cumplir más de cincuenta años, y ser cabezas duras.
...
Lena menospreció la llama azul de Atahualpa. Pensó que no era otra cosa que un fuego que no requería oxigeno a costa de acelerar la muerte de su usuario. Para ella, la relación de costo y beneficio de esa técnica era absurda. Para colmo de males, sólo se podía usar con la mano derecha, por lo que no se podía usar para atacar y defender al mismo tiempo.
Se había sorprendido al ver la llama azul, por lo que momentáneamente se había descuidado y había permitido que algo de oxigeno llegase a los pulmones de Atahualpa. Pero ya no iba a cometer ese error: iba a forzar a Atahualpa a matarse a sí mismo.
Lena creyó ver sus ideas confirmadas cuando Atahualpa provocó una nueva explosión para elevarse a sí mismo por los aires. Sintió el peso de su equivocación cuando recibió una patada en su estómago.
Ella quedó anonadada. No lo había perdido de vista, ¡ni siquiera había parpadeado! Él simplemente había aparecido frente a Lena, recorriendo instantáneamente una distancia de cinco metros contra la gravedad y le había roto dos costillas con su pie.
Los dos fueron cayendo lentamente.
Atahualpa chocó contra la tierra pesadamente. Gruñó adolorido. Un hombre menos musculoso y menos mágico que él no habría resistido semejante golpe.
Casi en el último instante, Lena invocó una ráfaga de viento que redujo el impacto de su caída, aunque no por completo. Intentó ponerse de pie demasiado pronto, trastabilló, y escupió sangre por la boca. Enfurecida, se limpió la boca con el dorso de la mano. Lo que sintió y luego comprobó con sus propios ojos la hizo gritar de horror. No fue la sangre sino su propia mano arrugada y ajada lo que había espantado a Lena.
Atahualpa se incorporó a medias y se carcajeó por entero.
―¡Así es perra! ¡Removí la ilusión que tenías encima! ¡Mi llama es la verdad! Debo reconocer que me has sorprendido: ¡estás más vieja que Tehuixtle!
Atahualpa puso todo el bravado que le fue posible en su voz. Pero su postura no era firme, respiraba por la boca, sus rodillas temblaban, y ya no le quedaba nada de sudor. Él estaba en su límite y era consciente de ello. Su única esperanza era irritar a Lena para una confrontación final, y no fallar con su última llama azul.
Lena era una visión de rabia y decadencia. Sus ojos azules se habían vuelto de color negro, enrojecidos y con ojeras. Su otrora cabello dorado como el sol ahora era gris, desordenado y largo como un animal peludo y muerto. Su boca desdentada, sus largos dedos huesudos, su nariz larga, su postura encorvada, su túnica blanca chamuscada y destrozada que revelaba su estomago quemado y flojo; todo en ella estaba empapado del odio absoluto que sintió por Atahualpa en ese momento.
―¿Qué esperas, vieja desbaratada? ¿Acaso estás sorda? ¡Aquí estoy!
La vieja Lena casi cae en su trampa. Ella no había sobrevivido durante tanto tiempo sin razón. Antes de dejarse consumir por su ira, inspeccionó los alrededores en caso de que hubiese un enemigo escondido, o fuera a recibir un ataque desde un ángulo inesperado. Captó que, si bien había varios aldeanos espiando por las ventanas, no parecía que ninguno de ellos fuera a intervenir. Iba a embestir a Atahualpa con todo lo que tenía cuando reflexionó sobre lo que había visto.
La bruja Lena se carcajeó siniestramente.
―¿Qué pasa, perra vieja? ¿Acaso has perdido la chaveta? ―Atahualpa sonó envalentonado, aunque su corazón se había encogido.
―Conque de eso se trataba, hermoso Atahualpa. Realmente esperabas que no me diera cuenta.
Atahualpa apretó los dientes, sus músculos tensos como el acero.
―Tu casa está un poco retirada del resto. Y es la más vistosa. No le di importancia, pensé que era una señal de autoridad y respeto dentro de tu Aldea. No, estaba muy equivocada: es para atraer la atención sobre ti. Tú eres el escudo de tu preciada Aldea. Incluso durante nuestro combate, has procurado mantenerme alejada de las otras casas. ¡Qué vergüenza para mí! Pensar que no te pude derrotar antes a pesar de que estabas peleando con esa desventaja.
Atahualpa tragó saliva. Presintiendo lo que Lena iba a hacer a continuación, salió corriendo para interponerse entre Lena y el resto de aldeanos.
―¡Tú preocupación por los demás es tu mayor debilidad! ¡Muere!
Lena lanzó un torbellino horizontal desde sus manos arrugadas, directo hacia el centro de la Aldea Pielroja.
Cada paso que dio le clavó agujas de dolor en las piernas, pero eso no disminuyó su velocidad. Justo como Lena lo había calculado, Atahualpa llegó a tiempo para ubicarse en la trayectoria del torbellino, portando la llama azul en su mano derecha como último recurso para salvar a los suyos.
Lo que alguien como Lena jamás podría entender era que Atahualpa no era un escudo., sino una espada. Él le prendió fuego al torbellino de fin a principio, envolviendo en llamas azules no solamente el aire mágico que la bruja usaba para combatir, también el aire que entraba y salia de sus pulmones, por lo que el decrepito cuerpo se fue quemando por dentro y por fuera.
―Tú, que solamente peleaste por ti misma, nunca conociste la verdadera fuerza. Mi llama es la vida, mi llama es la verdad. ―Declaró Atahualpa con su aliento final, y se desplomó con el mismo estrépito de una torre derrumbada.
Lena intentó disipar el fuego azul con ráfagas de viento combinadas con sus gritos de dolor y auxilio. Así como ella nunca ayudó a nadie en su vida, nadie la ayudó a ella en su muerte. De Lena no quedaron más que unas cuantas cenizas que pronto fueron esparcidas por el viento.
...
Capítulo 29 Índice Capítulo 31
Nota de autor (19 de Septiembre de 2.020)
Fue muy positiva mi primera experiencia de escribir “en vivo“ por decirlo de alguna manera. Durante la semana, aproveché los ratos libres en mi trabajo como vendedor para escribir el borrador del capítulo en un cuaderno. El día Viernes aproveché la mañana para transcribirlo al documento de Google, previo aviso por mi Twitter de que lo iba a hacer. Creo que el capítulo quedo bien pulido y espero que eso se vuelva una tendencia para mí.
El día de mañana tengo pensado hacer la corrección de mi otra novela, Mi mujer es una serpiente, que ya está completa pero quiero revisar muy bien antes de publicarla en Amazon. También les voy a compartir el enlace para que la puedan ver en su desarrollo.
Normalmente pienso trabajar en Mago enamorado los Sábados y en Mujer serpiente los Domingos, pero esta semana me cambiaron el turno, por lo que tuve que hacerlo el Viernes y el Sábado.
Como siempre, muchas gracias por su apoyo.
Esta entrada fue posible gracias a Nkp, Kbrem y Claudio Andres Cayulao Martinez.
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Gracias por leer.