El
crimen
Fuente |
—¿Por qué lo hizo? –Preguntó el policía, un joven confundido y
asustado.
—Calma
muchacho. —Respondió el manco. Enfundó su machete con
tranquilidad, sin limpiar la sangre del filo—. Aquí no ha pasado
nada raro. Yo lo hice y tú no lo viste.
Los
ruidos de la noche le recordaron al policía el frío que ya había
olvidado. Más arriba se encontraba la finca desde dónde recibió el
denuncio. Deseaba subir y tomarse una taza caliente de chocolate. No
le tomaría más de quince minutos ir y volver. Le tentaba la idea,
pero no debía. El Capitán le ordenó permanecer juntó el cadáver
hasta que trajera al perito. Habían pasado dos horas y para
desgracias del joven policía había aparecido el manco.
—Ahí
vienen. —Susurró el manco en su oreja. Le asustó sentir el aire
caliente tan cerca.
Dos
rayos de luz se acercaban presurosos. Cuando el haz luminoso de la
linterna le dio en el rostro su alivio fue evidente. Pero cuando el
Capitán descubrió al manco al lado del muerto no se alegró. El
Capitán lo regañó por permitir que un civil estuviera en la escena
del crimen, por no ser valiente y obligarlo a seguir su camino, por
ser un cobarde de mierda y tener miedo teniendo una pistola.
—¿Por qué se lo permitió? —Rugió el Capitán con el aliento
alcoholizado.
—Porque
era lo más práctico. —Intervino el manco—. Porque soy de ayuda.
—¿Usted? ¿Cómo?
—¿Cómo piensa llevar al finado, mi Capitán? ¿Arrastrado? Como sé
que usted es poco práctico por eso me traje mi caballo.
El
Capitán iluminó al caballo que había permanecido invisible en la
oscuridad, amarrado a un árbol al lado del camino. Era blanco y de
porte orgulloso, sus ojos eran tan grandes y negros que parecían los
de una vaca.
—El
finado fue mi amigo, no iba a dejarlo por ahí tirado: soy un buen
cristiano.
—¿Amigos? —Masculló el Capitán—. Claro que eran amigos, hasta
que él le cortó el brazo.
El
perito los interrumpió jadeando con pesadez. Por su abultada papada
caían gotas de sudor y las axilas de su camisa lucían empapadas.
—
¿Está usted bien? —Le preguntó el policía joven.
—Sí…
es sólo que… carajo… como son de… empinadas… estas montañas…
Procedamos.
El
perito examinó el cadáver bajo el resplandor de las linternas.
—¿Y bien? —Preguntó el Capitán con un hilo de voz.
—Un
momento Capitán, déjeme observarlo bien. Por favor sostenga más
firme la linterna… El cadáver presenta dos heridas mortales: un
tiro en la frente y una cortada en la base del cuello, provocada por
un arma blanca de gran tamaño, un machete creo.
—
¿Un machete? Déjeme ver eso.
El
Capitán le alzó la barba al muerto; se le había teñido de rojo y
estaba viscosa por la sangre que manaba del cuello.
—No
puede ser. —Refutó el Capitán—. Antes no tenía ninguna cortada
en este lugar, su barba estaba limpia cuando yo me fui.
—No
importa Capitán: yo ya la vi. Es difícil que la descubriera en la
oscuridad. Me imagino que vio el hoyo en la frente y por eso no
revisó la barba. Me atrevo a suponer que ésta herida fue producida
después de estar muerto, porque le tuvieron que alzar la barba para
no cortarla, tal como tuvimos que hacer nosotros para encontrar la
herida post–mortem. Lo que lo mató fue el disparo.
—Usted
lo hizo. —Señaló el Capitán al manco—. Muéstreme su machete.
—
¿Yo? No quiero
—Ya
verá.
La
amenaza del Capitán flotó en el aire. El policía joven, que seguía
la acción alumbrando la escena, dirigió la linterna a la cintura
del Capitán, esperando ver cómo desenfundaba su revólver. Vio como
la mano cogió la nada, porque la funda estaba vacía. La única arma
presente la tenía el manco al cinto.