Desconocido
Velázquez
llegó con media hora de retraso al bar. El cantinero estaba cerrando
y estuvo a punto de no permitirle entrar. Era una noche especial, con
hora de ingreso y un mínimo de bebida por cliente. No era el
ambiente preferido por él, quien disfrutaba más del ir y venir de
una variopinta clientela.
Irregular y desconocido (o La Ilusión de la Constancia) por David Goehring |
Velázquez era un alcohólico empedernido desde hace siete años. Se
preciaba de conocer su vicioso agujero mejor de lo que conocía a su
esposa insatisfecha o sus hijos rebeldes. Apreciaba más el humo del
cigarrillo que el olor de la comida de su mujer, gozaba más con las
charlas incoherentes de algún compañero de botella ocasional que el
monótono quejarse de sus retoños. El olor acre de la madera, la
semioscuridad, las ocasionales peleas, eran anormalidades que le
proporcionaban felicidad.
No
era la costumbre de Velázquez esperar para caer en los brazos
anhelantes de Dionisio. Sin embargo, esa noche no se sentía
confortado. Desde el momento en que el cantinero lo dejó entrar a
regañadientes, no se había sentido como en su casa. Algo
indefinible desencajaba la ebria armonía de todas las noches.
Estaba
sentado en la barra del bar, bajo la mirada inquieta del cantinero.
Le había servido un vaso rebosante, algo inusual. Por norma, su
expendedor de ambrosía nunca llenaba los tragos, dejándolos hasta la mitad. Sin importar quién protestara, nunca había servido de más.
Velásquez se quería convencer a sí mismo de que debía alegrarse
por la repentina generosidad del calvo cantinero, cuyo nombre nunca
había podido aprender. A veces lo llamaba Juan y otras Joaquín: lo
más probable era que no fuera ninguno de los dos.
Pensó
que el cantinero era más rudo que otras veces. Nunca lo había visto sin su delantal tan sucio, originalmente azul
pero ahora parecía gris, sus jeans desgastados y con una mancha
marrón, sus camisetas usualmente rotas en los sobacos. Esa noche,
Juan o Joaquín era otro: tanto su camiseta, como sus jeans y delantal, eran un
orgullo de limpieza. Velázquez concluyó que la única forma de
parecer tan limpios, era que fueran nuevos. No le agradó ese
descubrimiento, era un punto negro en la blanca ventana de sus noches
de borrachera. Un cantinero perdulario sobre el cual derramar bebidas
sin querer. Al perderle, se sintió agredido.
Para
colmo de males, se había afeitado. Su barba estilo candado,
desaliñada en extremos, había desaparecido. A él no le interesaba
si el cantinero tenía alguna razón para cambiar su apariencia
personal. Sentía que el Caronte descuidaba sus obligaciones para los
muertos en vida que eran sus clientes. El espíritu luchador que
Velázquez había supuesto muerto desde hace años se removió en su
interior en busca de una confrontación. Se quedó mirando a su
expendedor directamente a los ojos para llamar su atención y luego
poder decirle camorreras palabras, mas no dijo nada. No porque se
acobardara, sino porque a pesar de las mejoras en su higiene
personal, Juan o Joaquín se veía más grande, feo y loco que nunca.
Sus
ojos se movían de un lado al otro vigilando los movimientos de cada
cliente, pendiente de ellos con afanosa atención. Tenía una sonrisa
amplia, fingida como era de esperarse en quien atiende clientes, pero
a Velázquez se le hizo una sonrisa demasiado larga. Locamente larga.
Su
cabeza calva se veía como hinchada esa noche. Tras fijarse de reojo,
notó que una especie de bulto carnoso sobresalía por el lado
derecho, entre la sien y la coronilla. Era de un color nada
saludable, una especie de beige amarillento, y cruzado por grandes
venas verdes.
Para
reprimir el asco, miró de un lado a otro como buscando a alguien.
Encontró que a todos se les había servido generosamente esa noche,
copas casi derramándose que le dieron aún más mala espina. Las
anómalas señales se le estaban retorciendo en el estómago y le
provocaban un palpito en el pecho: una clave morse que repetía cada
vez con más insistencia la palabra PELIGRO.
Velázquez estaba seguro de que apenas había pasado media hora desde que las
bebidas habían empezado a circular. Cuando entró, pudo escuchar con
claridad como alguien se quejaba de que hubieran esperado a cerrar la
entrada para vender el alcohol. Era demasiado pronto para que todos
los clientes estuvieran dando tumbos de borracho en sus mesas y
taburetes. Sin embargo sus ojos no lo engañaban, reconoció a algunos
clientes regulares y sabía que eran chupadores de peso pesado.
No
comprendía como era posible que el lugar estuviera convertido en una
aciaga bacanal en menos de una hora. No a menos que las bebidas
tuvieran algo más dañino que el inocente alcohol.
Al
quedarse sentado en la barra, contemplando con desconfianza su vaso
de obligatorio consumo con su entrada, el cantinero pronto pasó de
servicial a callado, luego de indiferente a hosco y finalmente fue agresivo.
—¿Estas enfermo o qué? —Le preguntó el cantinero con apuro y
ferocidad, retándolo—. ¡Apura el trago de una vez!
Velázquez
le dedicó su mejor sonrisa de idiota a Juan o Joaquín para dejar
pasar el tiempo. Quería espantar los fantasmas del temor sin razón
antes de embriagarse. Agachó la cabeza para aspirar el familiar olor
a vómitos viejos de la barra. No encontró paz, sino inconexos
mensajes raspados en la madera:
“Santificaras
las fiestas. Cristo te ama. Llama a la policía y te corto las
bolas”.
Una
sarta de escritos dipsómanos, se dijo a sí mismo, pero el código
morse en su pecho le aseguró lo contrario. Deseo haber tomado antes
de entrar en la paranoia, para poder culpar de sus delirios al trago. Porque, finalmente, en su mente había vencido el sobrio pensamiento de que
su bebida estaba envenenada, todas las bebidas llenas con el amor
asesino del cantinero, que se había engalanado para una ocasión tan
especial.
Volvió
a leer el mensaje y se preguntó como lo habían escrito. En ese
mismo instante, el cantinero puso a un lado del mensaje un fragmento
de vidrio, un pedazo del cuello de una cerveza. Fue como estampar su
firma en una obra de arte. Sonreía, o más bien, estiraba las
comisuras de los labios, Le guiñó un ojo a Velázquez. Con un
movimiento de cabeza, le señaló en dirección a un cliente cercano:
se estaba desplomando como un árbol cortado por un leñador
invisible. Cayó de rodillas, vomitando sangre, sacudido por sus
propios estertores de ahogado.
—Ya
murió el primero. —dijo Juan o Joaquín en tono afable—. Si no te
lo tomas tú también, te lo meto yo mismo por el cogote.
No
alcanzó a levantarse. El cantinero lo sujetó por el cuello con
fuerza inhumana, con una sola mano. Con la otra quiso embuchar por su garganta la
bebida rechazada. Velázquez se encomendó, no supo a quién, fue más una petición de auxilio apremiante que un llamado específico.
Justo
en ese momento, las puertas del bar fueron abiertas de par en par por
un escuadrón de policías. Vieron como el cantinero hizo que hasta
la última gota bajara por la garganta de Velázquez y abrieron fuego
sobre él.
Despertó
tres meses después en una clínica. Era el único sobreviviente.
Cuando la enfermera quiso darle un barbitúrico para que durmiera
tranquilo, Velázquez le informó que no lo requería.
—Nada
más consígame un buen trago señorita. Es todo lo que necesito.
Nota del autor
Cuando escribí éste cuento quise combinar tres cosas que no me gustan: el alcohol, los locos y la muerte. Ojala me sintiera menos enfermo al momento de escribir la nota, para añadir algo más emocionante.Otro cuento de terror:
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