Advertencia: El siguiente relato contiene sexo y violencia moderada.
Seducción
Él
era mayor que ella, con esa sapiencia impetuosa de los que han pasado
los cuarenta años y aún son fogosos en la cama. Le tendió una mano suave, de apretón firme, le posó un beso delicado y ardiente sobre
el blando dorso. Atrapó su atención con los ojos verdes.
Chica de Ojos Verdes: Gritando en Silencio. Por Alyssa L. Miller |
—Mi
nombre es Joshua. —A Christine le sonó tan dulce como la miel—.
Es un verdadero gusto conocerte. —Cayó hipnotizada por sus ojos,
cual esmeraldas brillantes y perfectas—. He escuchado hablar tanto
de ti.
Christine
cayó rendida ante sus atenciones, por ello no reflexionó en el
hecho de que ella nunca había escuchado hablar sobre él. Después
de todo, por un hombre como Joshua era que se había comprado el
vestido negro que costaba dos meses de sueldo, además de afeitarse
las piernas, las axilas y otros lugares estratégicos. Christine no
era una guapa fiestera de tiempo completo ni tampoco una fea mosquita
muerta: ella estaba en algún punto medio.
Su cabello castaño lucia
bien con el peinado de moño elevado, resaltando sus ojos rasgados
(que lastimosamente eran oscuros, que hubiera dado ella por tenerlos
como él) y sus pechos generosos se erguían con orgullo esa noche.
Sin embargo, cuando Joshua la sacó a bailar, ella estuvo segura de
que él era el más bonito de los dos.
No
era uno de esos metrosexuales de moda, Joshua era un amante
consumado, un maestro del sexo. Su baile no fue un indecente toqueteo
juvenil; Christine lo catalogó en su mente como un candente roce que
pasó inadvertido para la mayoría.
Finalmente
él pronunció las palabras que ella tanto esperaba.
—Quiero
estar a solas contigo. ¿Puedo invitarte a una copa en mí casa?
Aceptó
sin titubear. Abordaron su flamante carro rojo (Christine no sabía
de marcas, pero estaba segura de haber visto ese modelo en la
televisión) y de inmediato se manosearon con fervor. Ella se quitó
el sostén y se bajó el vestido hasta la cintura. Joshua magreó sus
senos con habilidosas manos, apretándolos con dura ternura, de arriba abajo, encajando su redondez con sus dedos
mágicos. Christine tuvo dos orgasmos antes de darse cuenta que le
había quitado los pantalones y se había metido su pene en la boca.
Cuando él eyaculó, ella se vino por tercera ocasión.
Se
arreglaron un poco y luego el coche arrancó. Joshua la premió con
una sonrisa de felicidad. Tan confiables le parecieron sus dientes
blancos que una parte de ella creyó que a lo mejor había encontrado
al indicado para casarse. Se recriminó a sí misma por dejarse
embelesar por una sonrisa brillante; a pesar de eso, la certeza de lo
bueno que era Joshua siguió creciendo en su interior.
Llegaron
al hogar de Joshua pasada la media noche: una pequeña casa sobre la
colina, visible bajo la luz de luna llena, tan idílica como se pueda
imaginar. Él le ofreció una copa de vino antes de proseguir
amándose. Christine la bebió y perdió el conocimiento.
...
—Despierta
dulzura. Es hora de pasar al nivel dos.
Estaba
mareada. No era resaca; era diferente porque no tenía nauseas. La
embargaba una sensación de nebulosa desorientación. Sintió que la
abofeteaban en los cachetes para que recuperara la conciencia.
Funcionaba, aunque Christine se negaba a darle crédito a sus sentidos,
era mejor negar la realidad, creer que seguía durmiendo.
—¿Estás despierta dulzura? Realmente no puedo esperar más para
amarte, quiero estar seguro de que sientas todo mi amor.
Sus
muñecas y tobillos estaban amarrados a los extremos de una cama
isabelina. Estaba atada con una gruesa cuerda de cáñamo, de esas
que se usan para atar animales de granja. Christine estaba desnuda.
La cama no tenía sabanas sino un plástico enorme. La nariz estaba
ofendida por un fuerte olor a formol que la puso llorosa. A un lado,
sobre una mesita de noche, vio la botella de la cual provenía el
intenso olor.
—No
te preocupes mi amor, consolaré tu tristeza, haré que tus lágrimas
desaparezcan. En los mandamientos de sangre encontrarás sosiego.
Joshua
estaba de pie a un lado de la cama. No tenía camisa y usaba un
pantalón viejo, como si fuera a realizar una labor hogareña, como
pintar una pared o limpiar el sótano. Tenía unos extraños tatuajes
en el estómago, una especie de marcas tribales. Usaba un reloj de
pulsera en la muñeca izquierda.
Christine
no pudo hablar porque tenía un pañuelo metido en la boca. ¿Qué
hubiera dicho?
No
bromees conmigo. Suéltame. Voy a llamar a la policía. Por favor no
me hagas daño.
Ni
ella misma lo sabía. Al fin y al cabo, ella estaba dispuesta a
entregarse a él sin el uso de la fuerza, ¿qué más podía querer
él? Por los enloquecidos ojos de su amado, intuyó que a él
no le interesaba su cuerpo, no iba a violarla. En lugar de
tranquilizarla, ese pensamiento la condujo al miedo.
Joshua
empapó un trapo sucio con más formol y se lo pasó por el rostro:
quería hacerla llorar abundantemente.
—Cálmate
mi amor. —Le susurró con su voz de terciopelo—. Sanaré tu dolor
en cuanto me entregues lo que quiero. Acepta las voces, repite mi
credo.
Oh
Dios mío bendito que quieres dímelo y te lo entregaré tan sólo no
me hagas daño.
Del
bolsillo trasero del pantalón, su secuestrador extrajo un extraño
cuchillo de fabricación casera. Su base era de madera alargada y su
punta curva, el cuerpo del acero era delgado y filoso.
Con
lenta meticulosidad, Joshua procedió a trazar complicados
jeroglíficos sobre su abdomen. Las heridas eran líneas finísimas,
hilos rojos que se quedaban en las primeras capas de piel sin
atravesarla. Los gritos de Christine se quedaron ahogados en su boca
cerrada.
—Las
heridas más dolorosas son las superficiales, ¿lo sabías? Ahí es
donde residen las terminaciones nerviosas más importantes, las que
nos previenen del frío, del calor, y de lo venenoso. ¿Cómo pudiste
permitir que me acercara a ti? Tengo que ayudarte a despertar tus
sentidos. No te preocupes, te haré un mejor ser humano. Cuando
terminé contigo, te habrás vuelto a conectar con tus instintos animales.
No volverás a ser la presa nunca más. Y tú cargaras la antorcha
para encender mi tumba.
La
cortó a lo largo de una hora, hasta que sonó la alarma en su reloj
de pulsera.
—Pronto
regresaré, amada mía. Siempre regresaré. Hasta que te hayas
convertido.
A
partir de ese momento, el tiempo fue relativo para Christine. En el
cuarto las luces amarillas provenientes de las bombillas no dejaban
de estar encendidas. La luz del sol nunca penetraba.
Cuando
Joshua regresó, le puso una intravenosa en el brazo para
administrarle un nutritivo suero, y un grueso catéter en el ano para
que no tuviera necesidad de ir al baño.
Rutina.
Joshua
iba y venía, la cortaba una y otra vez, reproduciendo en su estómago
las mismas heridas tribales que él llevaba en su vientre.
Ella
se acostumbró a escaparse de la realidad.
Joshua
dejó de hablarle cuando se dio cuenta de que no lo escuchaba. En
lugar de contrariarse se alegró: perderse dentro de la locura hacia
parte del proceso.
Comenzó
a relevar la tortura con sesiones de miradas. Quería atraer la
perdida mente de Christine de los reinos lejanos. Era necesario que
regresara de la umbra. Pronto, más pronto de lo que él esperaba,
los ojos de ella lo contemplaron desafiantes, tan brillantes y
enloquecidos, que lo forzaron a retirar la vista.
—Estás
lista. —Le anunció un día sin ceremonia alguna. La desató y le
dijo que podía irse.
Ella
se sentó en la cama, pensativa. Se quitó el catéter del culo con
un tirón que desgarró un poco su piel. No le prestó atención a la sangre que manchó sus posaderas. Su atención estaba
centrada por completo en el complicado laberinto que Joshua había
marcado alrededor de su ombligo. Ahora ella entendía su significado.
Christine había sobrevivido al ritual, viajado a los reinos de la
muerte, conocido al dios verdadero y regresado para esparcir sus
mandamientos de sangre.
—Gracias. —Le habló a Joshua con sinceridad.
Él
sonrió, le entregó el cuchillo y cerró los ojos. El tajó que le
cortó la yugular y le robó la vida fue, en una palabra, liberador.
Christine
se armó de paciencia. Tomaría tiempo encontrar un buen sustituto.
Sabía que hacer. Las voces en su cabeza la guiaban a cada paso.
Nunca acabó de acostumbrarse a la decepción provocada por aquellos
que no entendían el mandamiento de la sangre. Sus dioses le
susurraron que se tranquilizara. Por cada perdida se vería
compensada.
Aunque
el transcurrir de los años se fue llevando su juventud, sus ojos
verdes conservaron el brillo necesario para atraer a su reemplazo.
Nota del autor
No recuerdo para que concurso escribí éste cuento, pero tuvo que haber sido uno muy perturbador. O a lo mejor fue una época muy oscura de mi vida que ya crucé, o una etapa de escritor que podría volver a pasar. Me gusta saberme capaz de escribir así, aunque en el presente no me siento en el animo para hacerlo.
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