Incertidumbre
Creo
que lo peor es no saber. Si tuviera la certeza de que estoy loca, de
que se trató de una coincidencia o un engaño, entonces haría algo
por mi vida. Pero no tengo respuesta, y eso me impide elegir. Tal vez
ese era su único objetivo después de todo: enloquecerme.
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A
los doce años me llegó la menstruación. Nunca tanta sangre salió
de mi cuerpo, soy de las chicas a las que el mal mensual golpea con
toda la crueldad de la cual la naturaleza es capaz. Estaba en el
salón de clases cuando sentí la pelota descendiendo desde debajo de
mi estómago, una especie de dolor bajito que cuando se describe a
los hombres los hace reír, en cambio una mujer sí entiende y
sabe que no es para burlarse. Los hombres cierran las piernas cuando
ven que otro hombre es golpeado en la entrepierna, ¿pueden
imaginarse que durante tres o más días los golpearan en la
entrepierna cada dos o tres horas? ¿Se siguen riendo? A lo mejor
ahora si nos vayamos comprendiendo.
¿Y
por qué hablo de mí menstruación? Tal vez porque estoy mal de la
cabeza, o porque cuando fui al baño para asegurarme que el protector
que mi madre me había obligado a usar desde hace un año había
logrado contener la sangre. Me encerré en el baño a toda prisa y me
quité la falda del colegio y los calzones para que no se fueran a manchar.
Encontré la sangre esperada, con reverente temor, desde hace un año,
y un objeto que no tenía razón para estar ahí.
Viene la parte por
la cual me consideran loca cada vez que cuento la historia. ¿Estás
preparado para saberlo?
Pues te equivocas, porque ninguna persona
está preparada para poner un huevo. Así es. Un huevo, cómo los que
ponen las gallinas. Me devane los sesos intentado encontrar una
explicación. A los doce años todavía se cree que algunas cosas
extrañas son posibles, y también se sabe que, a quien se comporte
diferente del resto, se le condena a la burla y al estigma social. Yo
no era popular ni impopular, estaba en el medio y ahí me sentía
bien. Por eso me limpié, cogí el huevo y lo escondí en mi morral
hasta que llegué a mi casa y lo enterré en el patio, tan profundo
como pude sin llamar la atención de mis padres.
Los
meses siguientes fueron la viva descripción de esas etapas de
superación del duelo en las cuales los psicólogos creen, como si
fueran las tablas de los mandamientos. Negación plausible en noches de
llanto contra la almohada, seguida de una rabia demente que me llevó
a buscar en Internet información sobre mujeres poniendo huevos:
ninguno de los mitos disminuyó mi ira, pero sirvieron para ayudarme
en la etapa de negociación. La aceptación no llegó en ninguno de
los nueve meses siguientes, aunque sí llegó la noche que hube de
confrontar lo inexplicable de nuevo.
Casi
no dormía ni comía, estaba flaca y mi madre me daba la cantaleta
con que si estaba enferma o en las drogas. Yo dejaba que la vida me pasara por
encima como mejor le pareciera.
Mas esa noche silenciosa, el llanto
de un niño me estremeció. Era un berreo que sin palabras claves
llamaba a su madre.
Cerré la ventana para no seguirlo escuchando,
pero el llanto creció en volumen cada vez, y al final lo escuché
bajo mi ventana.
No debí hacerlo, y sin embargo terminé por abrirla de
nuevo: vi la cabeza negra, arrastrándose verticalmente para entrar
en mi cuarto.
Me quedé paralizada hasta que esa cosa me tocó una de
las manos con que sostenía la ventana. No sólo la deje caer, sino
que la alcé una y otra vez, aplastando con los bordes de madera esa
cabeza negra; a la vez humana y a la vez como una serpiente. Sus ojos
eran dos carbones encendidos que derramaban lágrimas de sangre. Sus
labios carnosos con lengua dividida, su cuerpo alargado arriba y
curvilíneo en la parte de abajo.
No deje de gritar hasta que mi
padre derribó la puerta de mi cuarto y me cargó entre sus brazos
para alejarme de los postigos que yo no dejaba de aporrear.
—¿Qué le pasa a la niña? —La voz de mi madre me llegaba de lejos.
—Estaba
luchando contra un animal. —Le respondió mi padre—. No pude ver
bien que era, pero vi su sombra caer al patio y alejarse reptando.
—
¿Estás bien querida? ¿Te mordió? ¿Te picó?
—La
sangre creo que es del animal. Aunque no me sorprendería que se haya
roto un dedo ella misma estampillando la ventana de esa manera.
—No
podemos estar seguros. ¿No viste qué animal era?
Mi
padre no supo que responder, y yo menos. No puedo creer que lo haya
dejado escapar con vida. No era una mujer, me repito cada noche.
No
era mi hija, e incluso si lo es, la próxima vez que me busqué no
será para abrazar a su mamá.
Vendrá por mí, a matarme, por
haberla rechazado de esa forma.
El
llanto se viene oyendo desde hace unas noches. Y cada vez,
está más cerca.
Nota del autor
Desde hoy hasta el miércoles publicaré cuatro cuentos, aunque no los pondré en la sección de literatura porque estaré ocupado esta semana, luego les diré con que. El Jueves, si todo sale bien, subiré otro vídeo gracioso, ya lo grabé y creo que quedó mejor que el del matrimonio arreglado, pero todavía no termino de editarlo.
Sobre este cuento, creo que es corto y directo, como le corresponde a una buena historia de terror, en ese sentido creo que quedó bien logrado. Me gusta narrar desde la perspectiva de una mujer, es como una especie de divertido juego de escritor.
Si me quieres encontrar:
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