El palillo de dientes
Por cada minuto que llegara tarde, mi padre me daba
un pinchazo con un mondadientes. “Tienes que valorar el tiempo y no
usar como excusa tu silla de ruedas.” Es cierto que, cuando niño,
con frecuencia le echaba la culpa a mis inútiles piernas. Me sentía
enojado todo el tiempo: con Dios, con mis padres, con los que me
trataban bien y los que me trataban mal. Me parecía que mí
condición debía ser culpa de alguien; yo era la víctima de
injustos hados. Rabietas violentas y depresivos silencios era lo que
yo le regalaba al mundo.
Palillos de dientes por VG media Inc |
Desde
el primer aguijonazo, mi padre fue claro. “Es por tu bien Cipriano,
no me gusta el hombre en que te estas convirtiendo”. Para mis
adentros lo mandaba al cuerno con sus positivas frases de libro de
bolsillo y sus ínfulas de avispa educadora. La agresividad y el
mutismo no me libraron del palillo de dientes. No quería salir de la
casa, estaba cansado de las burlas de los niños en el colegio y de
las lastimeras miradas de la gente en la calle. Mi padre me forzó a
estudiar y a dar un paseo en las tardes, y si nos rezagábamos por mi
causa, toma tu picadura por minuto.
Una
vez, a los diez años, le boté la caja que contenía sus palillos de dientes; la
escondía en una gaveta junto con sus calzoncillos. A propósito, me
puse remolón cuando me ponía los pantalones para ir a la escuela.
Mi padre fue a buscar un aguijón y no lo encontró. Se encogió de
hombros y como hombre práctico que era, me zampó tremendos
pellizcos que me provocaron añoranza por las tiernas picaduras.
Tuve
que someterme al poderío indiscutible del palillo de dientes hasta
los diecisiete años, cuando a mi padre le fallaron los riñones y el
médico declaró que era cuestión de días para que la palmara si no
encontrábamos un donante. Mi padre se negó con vehemencia a
perjudicar a otro ser humano por ganarse unos pocos años, con lo
cual, el asunto de su muerte quedó zanjado de manera definitiva.
Él
demandó que lo visitara en su lecho de muerte. Fue muy triste verlo
tan desvalido. Era tanto lo que hizo por mí y tan poco lo que yo le
devolví. Tardaría una vida en escribir cada una de las cosas por
las que le estoy agradecido, pues aún en sus últimos momentos, no
pensó en nadie más que en mí. “Quiero que recibas esto.” Me
entregó su reloj de oro y una caja llena de palillos de dientes. “Que nunca te falte ninguno de los dos”.
Es
la historia con la que prefiero recordar a mi padre. Con su obrar, él
no sólo me enseñó a ganarle a mí discapacidad; con sus pinchazos
de madera y amor, comprendí que el tiempo transcurre para todos,
estén atrapados en una silla de ruedas o no, que cada minuto cuenta
y en últimas, que podía ser lo que yo quisiera. Porque ser
cumplido, ser un hombre de provecho, tener éxito o ser feliz,
dependía en un principio de los caprichos del nacimiento, pero la
vida es un largo trayecto, y depende de cada uno, llegar temprano a
sus citas.
Nota del autor
Un cuento que escribí hace tiempo, en una vena mucho más positiva de lo que es usual en mí.
Otro cuento mio, pero más supernatural:
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