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lunes, 14 de julio de 2014

En el bus de las 3:00 a.m.

En el bus de las 3:00 a.m.


"Anciano" de Ulpiano Checa
"Anciano" de Ulpiano Checa

Escribo esto mientras ocurre. Hay cinco pasajeros.

Mi nombre es Héctor Abadía. Trabajaba como pintor de brocha gorda. Siento como si una hora atrás hubiera estado pintando las oficinas y el corredor de un noveno piso. Pero el tiempo murió y se detuvo cuando entré en éste bus, eso he aprendido.

Esa noche me retrasé, terminé poco antes de las dos de la mañana: la pintura alcanzaría a secarse para cuando el dueño del edificio llegará a las 7:00 a.m. a comprobar que el color de las paredes era el vomitó verde limón de su elección.


Pensé que tendría que caminar durante tres horas para llegar al cuarto para una sola persona en el que vivo. Me equivoqué. Abordé el bus de las 3:00 a.m. y nunca lo abandonaré. No hay esperanza de escapatoria.

Mejor sería haber continuado a pie.

Salí del edificio y ahí estaba: un energúmeno de metal que parecía medir cinco metros de altura y de ancho. No podía creer lo que tenía ante mis ojos. Aún me parece imposible, a pesar de que estoy dentro de este monstruo enmascarado en forma de trasporte público. Sus ventanas no son trasparentes: son como vitrinas coloridas de iglesia, además gigantescas y redondas. Es más apropiado llamarlas ventanales por su tamaño.

Hay tres pasajeros.

Una de sus bombillas delanteras estaba fundida, pero la que funcionaba era tan potente como la de un faro. No pude ignorar este engendro automóvil tan diferente a todo lo que hubiera conocido. Su puerta se abrió. El chófer era un anciano sacado de un cuento de terror: sus orejas eras largas y peludas, pelos blancos que me revolvieron el estómago.

Eso debió bastar para alejarme. No fue así, siempre me he preciado de no ser supersticioso o superficial. Es porque quería ser el nuevo Picasso, me propuse buscar la belleza interna, el misterio detrás del peligro, el enigma que subyace en lo desconocido. Esa clase de estupideces me dije, no porque me las creyera. Renuncié en mi fuero interno a tener éxito años atrás. Este mundo no es para soñadores, lo aprendí a la mala y no lo olvido.

Sin embargo, yo mismo me engañé para abordar el bus, usando las mismas mentiras con las que enredé a mis padres, a mis supuestos amigos y a una que otra chica medio ebria. Fueron las palabras en mi mente las que me llevaron a ascender por la escalerilla, mas no era yo quien las pronunciaba. En estos momentos, no me cabe duda de que el chófer me hipnotizó. ¿Será un demonio? ¿Un mago o algo peor? Es una especie de Caronte que en lugar de barca posee un bus, un manubrio en vez de remo, una ciudad que nunca deja de recorrer y no el lago Éstige. Esta última diferencia me enloquece. ¿Por qué el bus nunca se detiene? Tengo la sensación de haber estado sentado durante cinco minutos, y a la vez creo que he visto las luces de casas y edificios pasar ante mis ojos infinidad de veces.

El tiempo muere en este recorrido, eso afirmó alguien que solía sentarse a mi lado. He olvidado quien era. Tengo la impresión de que era importante para mí, como si hubiera sido un compañero de años. ¿O era una mujer? No lo recuerdo. Pensamientos contradictorios. Escribo para darle un sentido a este laberinto que avanza aunque me quede quieto. Tristemente, aunque sé escribir, he olvidado cómo leer.

Yo era un pintor. Una noche terminé un trabajo que demoró demasiado. Salí a las 3:00 a.m. Abordé un bus enorme. El chófer se llama Caronte. Él no me lo reveló, yo lo adiviné. No sé cuánto llevó aquí atrapado. Hay otras personas conmigo. La mayoría tiene las mismas impresiones que yo. No recordamos que nadie se haya bajado o subido del bus. Su velocidad no es demencial, es monótona y constante, un ritmo ni lento ni rápido que es enloquecedor por su normalidad. Es como si siempre fuéramos los mismos.

Hay seis pasajeros.

¿Cómo es que nunca me abandona la idea de que somos los mismos? El número de pasajeros varía. A veces hay más, luego hay menos. Si pudiera leer tendría la certeza de lo que digo. ¿Con qué propósito escribo? Cuando intento escribir sobre mis acompañantes no puedo. Es como describir el azul del cielo, no por su inmensidad, sino por lo acostumbrados que estamos a su presencia. ¿Cómo describir a personas sobre las que siento no hay nada que decir? Todos son iguales: dos ojos, una boca, una nariz, brazos y piernas.

Hay tres pasajeros. Al menos tres hemos sido los mismos.

Mentira. Apenas y tengo conciencia de que yo soy el mismo. ¿Lo soy?

Las luces de la ciudad son ojos luminosos que se ríen de mi tortura. Yo soy un programa de televisión, soy una tragicomedia. Ellos son los monstruos porque se burlan de mi diario vivir. Desconsiderados insensibles, ojala a todos les llegué la hora de abordar.

Soy un prisionero. No tiene sentido seguir contando. No cambia nada. No es una pista fiable para escapar de aquí. Estoy seguro de que nos drogan o nos hipnotizan, no importa cuál de las dos sea, el efecto es el mismo: hacen que olvidemos cuando el autobús se detiene. Porque forzoso es que se detenga. Es lógica básica. Necesita gasolina. Los pasajeros deben ir a alguna parte.

Siento que he envejecido. Cuando entré era joven, o me parece que lo fui. Ahora creo estar entre los más viejos.

Una ilusión tras otra, un misterio que es fácil de solucionar con el estático transcurrir del tiempo.

¿Con que propósito existe Caronte y su bus? El primero no hace más que conducir, aún cuando el segundo, truenos y centellas, es un demonio que vive y respira. Come, sobretodo come. Se alimenta de nuestra vida. Envejecemos y el bus sigue marchando.

Caronte es otra víctima. También es absorbido y reemplazado. Cuando muera, otro pasajero engañado tomará el volante.

No hay escapatoria. Mis miembros están cansados. Si tuviera los arrestos de mi juventud. Atacaría a Caronte, organizaría una rebelión, encabezaría un escape.

Abro los ojos y no recuerdo cuando me dormí. Envejecer es terrible. ¿Qué dios cruel nos ha condenado a tal destino? Dios existe y es un cabrón. Dios no existe y se burla de nuestra creencia.
Siempre son las 3:00 a.m. Nunca las tres de la mañana.

¿Mi alma estaba condenada antes o después de subir al autobús de las 3:00 a.m.?

- - -

— ¿Estás seguro de que es buena idea dejarlo escribir? —era el más joven quien preguntaba.

—Claro que si. —respondió el mayor—. El señor Abadía está más tranquilo si lo dejamos plasmar sus incoherencias. Ni pienses en husmear en sus papeles o te clava el lápiz. Casi le saca un ojo a tu antecesor.

—¿No es malo para su vista escribir a esta hora?

Los dos trabajadores de la Residencia de Personas Mayores le dirigieron sendas miradas de compasión al vejete. Héctor Abadía ni se dio por enterado.

—Es probable muchacho, mas no hay nada que hacer al respecto. Llevarlos de paseo a las tres de la mañana es lo mejor. No hay tráfico y el aire es más puro. Siempre y cuando estén bien abrigados, ellos pasan un buen rato viendo la ciudad. Incluso algunos de ellos sólo pueden conciliar el sueño en el bus. Y en cuanto al señor Abadía… escribe como loco, es probable que lo esté. Al menos es una locura que lo hace feliz.

Era una febril mueca de horror, confundida con una sonrisa, lo que se dibujaba en el rostro del anciano. Nunca se dieron cuenta de su error. Al fin y al cabo, a ellos les pagaban por cuidarlos, no por descifrar los pantanos de la senilidad.

—Debe haber terminado una novela o dos.

—No. De vez en cuando él destruye sus escritos. No sabemos cómo. Creo que se los come cuando nadie lo ve.

—Envejecer es terrible. —concluyó el más joven.


—Ni lo menciones. —replicó el mayor, cuyo cabello ya empezaba a encanecer.

Nota del autor


Confieso que al releer éste cuento me siento más orgulloso de lo que esperaba. Sí, tiene imperfectos como otras cosas que he escrito en el pasado y he guardado en un cajón, sin embargo me gusta toda la construcción general que se establecen en el relato. Pienso que el final cierra todo en un conjunto matemáticamente perfecto. Aunque bueno, no soy científico y carezco de la apropiada modestia, por lo que no puedo estar tan seguro de que sean tan grandioso como me lo parece. Al menos me siento orgulloso de como es, supongo que así se siente uno con los hijos, que los ve bellos a pesar de que sean feos.

Si quieres leer otro cuento de terror realista:

El fraude


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