Los secretos del alma
Cuando
la conocí, tenía el tamaño de una canica. Era redonda también; no
se parecía en más a una esfera de vidrio. Era de un color gris. Era
suave y desagradable al palpar. No porque produjera escozor o algo por
el estilo; su superficie transmitía la desagradable percepción de
ser sensible al tacto.
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Era
aficionado a recoger flores. Cortaba sus tallos y las metía entre
dos hojas de un viejo cuaderno que mi padre me regaló. Tenía flores
de diversos colores y tamaños. Las guardaba con las mayores de las
precauciones. Estaba orgulloso de tener un álbum de flores, hecho
por mis manos y ojos. No era un pasatiempo que me hiciera popular con
otros chicos y chicas, eso no me importaba: los consideraba tontos a
todos. Yo era un genio certificado, podía leer 200 palabras por
minuto y retener el ciento por ciento de lo que leía. ¿Cómo podían
herirme los juicios de quienes eran inferiores a mí?
Un
día, a los doce años, encontré esta bola gris pegada debajo de los
pétalos de una flor de gardenia. La analicé con curiosidad. Pensé
que podía tratarse de una colmena de insectos. Cómo tenía guantes
de plástico, la cogí entre mis dedos y la jalé sin temor. En ese
preciso instante, escuché la voz de mi madre: “Es
por su propio bien, llevémoslo dónde el señor Zacarías esta
noche.”
Miré
hacia atrás y hacia adelante; no vi a mi madre ni a nadie, seguía
solo en el jardín. Su voz me había llegado desde lejos, no
demasiado, como cuando tu habitación está al lado de la de tus
padres; las paredes pueden debilitar un poco la resonancia, mas no
anular el sonido lo suficiente como para que no entiendas sus
jadeos a la mitad de la noche.
Mis padres discutían a menudo por
la manera correcta de conseguir fondos para mí educación. No
entendía las razones para su preocupación. Si era comprobado que yo
era un genio, de sobra era evidente que no moriría de hambre, no en
estos tiempos de máquinas modernas. Por más que les pedía que se
guardaran sus preocupaciones por mi futuro, ellos no dejaban de
pensar en ello. Me sacaba un poco de quicio lo tercos que eran, sin
embargo, los amaba por tenerme tan presente.
“No
me parece correcto,”
era mi padre esta vez. Me esforcé por guardar la calma, esperaría
que el fenómeno cesara y luego buscaría una explicación racional
para su ocurrencia. Destapé un frasco para meter adentro la pelota
negra. “Podríamos
echarlo a perder, estaríamos cortando el cuello a la gallina de los
huevos de oro.” Padre trabajaba en un banco, el señor Zacarías era su jefe. El tono
de papá era el mismo de cuanto le ordenaban trabajar horas extras.
Iba
a soltar el elemento desconocido cuando regresó la voz de mi madre:
“Con
lo que nos pagó el señor Zacarías, podremos pagarle un psicólogo
discreto. Además, ya no podemos devolverle el dinero a tu jefe.
Gastamos una buena parte comprando el Porsche.” El magnífico, poderoso Porsche, padre me había llevado el día
anterior a dar una vuelta a más de ciento veinte kilómetros por
hora. Dejé caer la pelota en el envase y las voces desaparecieron;
no lo relacioné hasta después.
Cuando
regresé a casa, saludé a mis padres, estaban en el comedor. Por sus
sonrisas demasiado anchas al verme, supe que estaban discutiendo de
nuevo sobre mi educación. Podía ser coincidencia, o no. Entré a mi
cuarto, encendí el ordenador, e indague sobre telepatía y
trastornos esquizofrénicos. Si el fenómeno se repetía, estudiaría
su vertiente positiva primero, luego me avocaría a lo negativo. Mi
filosofía era confuciana: Si el problema tiene solución, ¿para qué
preocuparse? Si el problema no tiene solución, ¿para qué
preocuparse de todos modos?
La
hipótesis de la telepatía ganó un punto cuando mis padres me
informaron de una cena en casa del señor Zacarías. Supuse que
íbamos en busca de un mecenas, por lo que me peiné con esmero y me
puse un chaleco azul, corbata roja, pantalones de tela color negro:
mi mejor traje de esa época.
Nunca
estuve tan equivocado. Estaba comiendo un delicioso pato a la naranja
cuando me entró un pesado sueño. Se lo comuniqué a mi madre,
apenado de estropear la reunión con mi aún infantil reloj
biológico. En lugar de excusarse, mis padres intercambiaron una
mirada cómplice con el señor Zacarías.
El señor Zacarías me condujo hasta su habitación, mis
padres se quedaron comiendo como si nada pasara. Siguieron tranquilos
mientras el jefe de mi padre abusó de mí.
Imagínenlo gordo, viejo y asqueroso.
Para
cuando regresamos a casa, estaba harto de sus lágrimas falsas. Se
habían aclarado tantas ideas en mi mente. Fui derecho a mi
habitación y extraje la canica viva. Las voces de mis padres
resonaron fuertes y claras en mi cabeza.
“¿Crees
que está bien?”
“Lo
estará. Deja de preocuparte, algún día nos lo agradecerá.”
Quise
ir más adentro, no saber lo que se decían el uno al otro, sino lo
que se decían a sí mismos.
“Podré
dejar de trabajar y retomar mis estudios. Haré un doctorado en
Economía. A ver qué dice mi hermana de eso.”
“Compraré
ese anillo de diamantes, las pulseras y los aretes de oro. Esos
hermosos tacones del otro día...”
...
Al día siguiente, el
veloz Porsche de papá tuvo una falla de frenos y se mató.
La
policía investigó y descubrió que alguien los había estropeado a
propósito. Cuando un policía me preguntó si sabía quién podría
haber hecho algo así, le expliqué que mi madre o el jefe de papá.
Cuando el oficial preguntó por qué, le relaté el acuerdo al que
mis padres llegaron con el señor Zacarías, de mi violación, y que
mi padre se había arrepentido al contarle mi experiencia, razón por
la cual él los iba a denunciar.
Los exámenes que me practicaron
fueron tan desagradables como esperaba. Valieron la pena. A mi madre
y al señor Zacarías les dieron cuarenta años de cárcel sin
posibilidad de rebaja por abuso de menores, conspiración para
encubrir un crimen agravado, y homicidio en primer grado.
Cada
vez que tengo la bola entre mis dedos es espeluznante. Nunca me ha
fallado en revelarme los pensamientos ajenos. Me prometo que no la
volveré a usar una y otra vez: es terrible encontrar las faltas
ajenas con tanta facilidad. Desearía también ser capaz de hallar el
perdón dentro de mí. Sólo encuentro el deseo de vengarme. A lo
mejor lo que hallé esa mañana bajo los pétalos de la gardenia,
no fue más que mi propia alma, pequeña, omnisciente y gris.
Nota del autor
Para ustedes debe ser martes 28, pero en este momento yo escribo desde el pasado, el Domingo 27 de Mayo. En mí tiempo presente, hoy estoy de Meliversario con mi novia. Y si todo ha salido bien, es posible que esté pasando un hermoso tiempo de calidad a su lado.Regresando al cuento, tiene mucha fantasía y siento que el horror no alcanza a cuajar. Recuerdo que su escritura fue inspirada por un capítulo de la Ley y el Orden UVE. Me gustaría extender esta historia más adelante, para ver si ese niño se convirtió en un loco que mata gente sin razón, o es una especie de Dexter que únicamente mata a quienes se lo merecen. A lo mejor no hay mucha diferencia entre ambos futuros.
Curioso este personaje tan racional, no sé si lo escribí antes o después de conocer HPMoR.
En estos momentos me encuentro en casa de Meli. Anoche salimos y probablemente volveremos a salir de nuevo más rato, las citas son geniales.
Hablemos de asesinos:
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